—¿Te duele? —preguntó Miriam.
El Gris la miró, se apartó de la ventana desde donde contemplaba la lenta caída del día. Quedaba poco para que se ocultara el sol por completo, para que por fin él pudiera mostrarse, caminar entre los demás sin que le señalaran como a un monstruo, sin que se apartaran de su camino y se asustaran.
—Estoy bien, gracias —contestó.
—Me refería a cuando te desprendiste del alma del artificiero —recalcó ella.
El Gris inclinó la cabeza. Trató de imaginarse describiendo el tormento, el dolor, buscando adjetivos para que una persona pudiera comprender qué se siente cuando un alma abandona tu cuerpo, cuando se desgarra la realidad y se experimenta la muerte. No halló palabras adecuadas. Seguramente porque nadie más había sufrido algo parecido. Le resultaría igual de complicado explicar a un ciego qué es el color verde.
—No duele —mintió—. Las primeras veces me sentía desorientado, pero ya lo he dominado. Ya ves que estoy perfectamente.
La centinela se arrimó a él, le estudió con descaro y sonrió. Era una sonrisa sutil, que muy pocas personas habían contemplado.
—Eso salta a la vista —susurró. Puso sus manos sobre los hombros de él y le sacudió un poco con un apretón fuerte. Hizo un gesto de aprobación—. Ni rastro de la cojera. Tu cuerpo está firme, en perfecta forma, erguido y dispuesto. —Retiró sus cabellos plateados para examinar sus ojos color ceniza. Él se dejó hacer—. Incluso has recobrado tu expresión resuelta y decidida. Esa que te hace parecer imparable, que te confiere cierto atractivo. Sí, Gris, cuando estás en forma, te encuentro muy interesante.
Acercó su rostro y entreabrió sus labios. Él no se inmutó.
—Creía —dijo en un murmullo, correspondiendo al tono suave de ella— que los centinelas no pueden albergar ciertos deseos, que carecen de esas necesidades. Un solo encuentro sexual y podrían expulsarte.
—Pues creías mal. —Ella cerró los ojos y apretó su cuerpo contra el suyo—. Soy una mujer y mis deseos no se diferencian de los de cualquier otra. Aunque estás en lo cierto respecto al sexo, no nos está permitido practicarlo. —Se aferró con más fuerza—. Tal vez sea porque voy a entregarte, porque en cierto sentido eres mi prisionero. Puede que eso explique mi atracción.
—No me puedes engañar, Miriam. A mí no —aseguró el Gris. Ni se resistió, ni correspondió al abrazo, continuó indiferente—. Es imposible que me ames, a mí o ningún otro. Ambos sabemos que solo hay hueco para un objetivo en tu corazón. Lo sé, no es de amor de lo que hablas, pero un desliz como el que insinúas arruinaría toda tu carrera, tu vida, y conozco de sobra tu determinación como para saber que no sucumbirías a un momento de debilidad. Estás jugando conmigo.
Los labios de ella se movieron, rozaron su rostro, muy cerca de los suyos; se detuvieron junto a su oreja y soplaron.
—Ahora te encuentro irresistible. A pesar de que tu razonamiento esté equivocado. —hablaba despacio, alargando las palabras, introduciendo pausas—. Me sorprende que no veas mis verdaderas intenciones, Gris, siempre te he considerado inteligente. ¿De veras crees que juego contigo? ¿Tan corto es tu entendimiento? Veo que tendré que explicártelo. Si cedo ante un impulso sexual, los ángeles me repudiarían, es verdad, y puedes creerme si te digo que no se me ocurre un sufrimiento más duro. Eso es porque el alma de un centinela debe mantenerse pura y nunca mezclarse con otra. Ahí reside nuestra fuerza, en el contacto de nuestra alma con su esencia divina. Un contacto que no puede compartir otro mortal y que, por ejemplo, nos inmuniza ante una posesión demoníaca. Pero eso a ti no te afecta. Si nos unimos, nuestras almas no se fundirán, la mía permanecerá intacta, porque tú no tienes una. Así que no corro ningún peligro, no temas.
El Gris se removió en sus brazos, la obligó a mirarle a los ojos.
—Reconozco que no lo había considerado desde ese punto de vista. Y me sorprende enterarme de que tú, la centinela más recta que he conocido, ha encontrado una grieta en el código, un resquicio por el que saciar su capricho. Es una lástima que solo quieras utilizarme, servirte de la cualidad que todos desprecian en tu beneficio. No creí que tú también me vieras de ese modo, Miriam, a pesar de nuestras diferencias.
—¿Y eso te molesta? —Ella le soltó, dio un paso atrás. Sus ojos ardían—. Eres aquel que no tiene alma, aquel que nadie comprende porque no debería existir, porque no cumple con el esquema de la creación. Tu existencia única te permite transgredir todas las leyes, puede que incluso las divinas, ya que no se establecieron para alguien como tú. Por eso te contratan, por tu don único. ¿Y te extraña que yo también lo utilice? —Su voz se volvió áspera y amenazadora—. No entiendo cuál es el problema. ¿Es porque no te he pagado, es eso? ¿Debemos acordar un precio como haces con los demás? Puede ser un problema, ya que el alma de un centinela no puede prestarse.
Editado: 26.02.2018