Una rama crujió en mitad de la noche, entre las tinieblas que flotaban sobre las tumbas, removiendo la oscuridad y haciendo añicos el silencio. El gato saltó del regazo de Sara y se perdió entre los arbustos.
La rastreadora se alarmó, examinó los alrededores. Los rayos de luna se filtraban entre las copas de los árboles como largas espadas blancas. Un ave nocturna trinó en alguna parte. No se veía nada. Pero el sonido había venido de alguna parte, en esa dirección...
Y entonces lo vio, detrás de una lápida. Una forma semicircular asomaba tras la piedra de la sepultura. Parecía de color claro, puede que amarillo. Se acercó despacio, intentado no hacer ruido. Bordeó la tumba y encontró lo que esperaba.
Una expresión de pura inocencia en un rostro juvenil, rebelde, con un lunar en la barbilla.
—Lo has oído todo, ¿verdad? —preguntó ella de la forma en que lo hace quien ya conoce la respuesta.
—Hasta la última palabra —admitió el niño esbozando una tímida sonrisa. Se miró su propio trasero, que sobresalía de la tumba y se levantó ayudándose con la muleta—. La verdad es que no había mucho más que hacer por aquí. Y no me va lo de estar solo con tantos muertos, me da mal rollo y eso. Este lugar está bastante guarro —añadió sacudiéndose hojas secas del pantalón—. No te cabrees, tía, es que me aburría.
Sara no estaba enfadada, pero le convenía aparentar lo contrario.
—De acuerdo, no me enfadaré si me cuentas cómo funciona tu maldición —dijo volviendo la cabeza. Álex se había esfumado, ya no estaba sobre la tumba sin nombre. Mucho mejor así. Era el turno de tratar de comprender a Diego de una vez por todas—. Me lo debes, niño.
Diego se rascó el lunar y miró a la luna.
—¿Te lo debo? Oye, que haya espiado una conversación no es algo tan grave. Además, todo lo que te ha contado ese ya lo sabía yo, excepto ese rollo de que estás loquita por el Gris. ¿Iba en serio?
Sara no tenía ganas de hablar de Álex, ni siquiera se sorprendió de escuchar que el niño sabía que el objetivo final de Álex era matar al Gris. Bien mirado, debían de saber todo, o casi todo, los unos de los otros si eran compañeros. Y eso la ponía a ella en desventaja.
—Me lo debes por Miriam —dijo en tono firme—. La dejaste morir ante mis ojos. Ayúdame a entenderlo, por favor.
—Ya te lo dije. Ellos me maldijeron y ella trabajaba para los ángeles. No era nada personal. ¿Por qué te interesa tanto mi maldición?
—Porque no quiero odiarte. Quiero entenderte.
Diego asintió con gesto reflexivo.
—La verdad es que me parece una razón cojonuda. Eres persuasiva, rastreadora. Y me caes bien. ¡De acuerdo! No creo que te mole la historia, pero por probar... Total, no puedo mentir, así que no tiene sentido ocultar algo obvio. Lo primero, mírame bien. —El niño separó las manos con las palmas hacia arriba y puso una cara peculiar—. ¿Qué tal? ¿Notas algo raro? No, el cuerpo, no, ahí no verás nada. Mira bien mi cara.
Sara lo hizo. Le giró para que la luz de la luna bañara su rostro.
—No sé qué estoy buscando —admitió. Se sintió un poco boba—. Puede que... Me da la sensación de que tienes más bigote, pelusilla, en realidad, pero algo más poblada. Tus ojos... no sé, puede que algo diferentes. No estoy segura.
—¿Es todo? —dijo él decepcionado—. Esperaba algo más. En fin, voy a cargar con esta pinta de crío durante mucho tiempo. Verás, la pelusa y todo eso es porque he crecido. Ahora tengo quince años, aunque siga aparentando doce.
—¿Ayer fue tu cumpleaños? —preguntó la rastreadora sin ver a dónde quería ir a parar, ni qué relación guardaba aquello con la maldición.
—No, vas flipar un rato, tía, así que céntrate. He envejecido un año desde ayer. Yo no crezco como los demás.
Era la enésima vez que tenía que recordarse que Diego no podía mentir. Entonces su memoria recuperó la historia sobre el artificiero que había sido hombre lobo. Diego le había dicho que conoció a su hijo de cinco años y que iban a la misma clase. Lo que no cuadraba era que eso había sucedido hacía dos años.
—Cuando me contaste lo del hijo del artificiero, ¿intentabas decirme que envejeciste nueve años en solo dos?
—En realidad se me escapó —contestó el niño— Ya sabes que soy un poco bocazas. Pero lo esencial es que mi maldición me hace envejecer más deprisa que a los demás. Y siempre sé la edad que tengo, o que tendría si hubiera llevado una vida normal. Por eso sé que ahora tengo quince años. Esos cerdos quieren que me dé cuenta de lo rápido que me acerco a ocupar uno de estos asquerosos cajones —dijo soltando una patada a una lápida.
Editado: 26.02.2018