—He pedido a mis hermanos que me dejen a solas contigo, Gris —dijo Mikael.
Estaban los dos en medio de la nada, en un lugar que el Gris no entendía, gobernado por unas reglas que le superaban. Y en la única compañía de un ángel que le odiaba.
—Te escucho.
Mikael suavizó la voz.
—Esto no les concierne a los demás. Solo a nosotros. Verás, Gris, no tengo pruebas, pero no te he creído. No del todo.
—He dicho la verdad —se defendió el Gris—. Y os he ayudado, no puedes negarlo.
—Admito que tu intervención nos ha favorecido, pero no nos ha servido. Es decir, te has ayudado a ti mismo y coincide que nos ha venido bien a nosotros. Pero a mí no me engañas. No, no te defiendas... No insistiré en ese punto, y no lograrás cambiar mi opinión, de modo que no malgastemos el tiempo. Mejor hablemos de otras cosas. Hablemos de Miriam. Su muerte me ha causado un gran disgusto y creo que sabes más de lo que me has dicho.
Al Gris le impresionó que Mikael confesara su afecto por ella. No era sorprendente que sintiera algo profundo por su favorita, solo el hecho de que lo admitiera abiertamente. No le había creído capaz de mostrar sentimientos hacia un mortal que no fueran odio o desprecio.
—Dio su vida por salvarme del demonio. No te he mentido.
—Y yo no te he creído —repitió Mikael—. Ella era demasiado buena. Valía mucho más que tú. Su vida por la tuya no es un cambio justo, y ella no lo habría hecho.
Una nueva posibilidad se abrió en la mente del Gris. La de que Mikael estuviera celoso de que Miriam se sintiera atraída precisamente por él, por una rareza sin alma. De ser ese el caso, su situación era más peligrosa de lo que había previsto.
—Además, Miriam hubiera podido con el demonio —continuó Mikael—. No, su muerte tiene otra explicación. Yo no puedo investigarla debidamente. Con todo lo que ha pasado, mis hermanos y yo vamos a estar ocupados. Pero puedo deducir lo que sucedió. Tú la mataste, Gris. La traicionaste.
—¿Por qué habría de hacer algo así? Me he presentado voluntariamente al cónclave. No tenía ninguna razón para desear su muerte.
—Por la página de la Biblia de los Caídos —dijo Mikael. Hizo una pausa y le miró, estudiándole a fondo, de cerca, casi rozando su cara—. Hace tiempo sospechaba que Mario tenía una, que se la había robado a un vampiro. Envié a un centinela y no la encontró, pero puede que tú sí, y Miriam te la habría arrebatado.
Eso era cierto. La misión de los ángeles era recuperar las páginas de la Biblia de los Caídos, y por extensión, la máxima prioridad de cualquier centinela. Pero no podía saber que la había encontrado. Solo lo suponía. Las motivaciones de Mikael estaban equivocadas, pero su intuición era muy buena. Lo peor era que aunque la página en cuestión no hubiera existido, el ángel hubiera sospechado igualmente. El Gris lo vio claro. Mikael nunca se fiaría de él.
—Solo cumplí mi pacto con Mario Tancredo y me ocupé de su hija. El acuerdo se selló según el código, con una centinela delante. No hay ninguna irregularidad, no tienes de qué quejarte. Y no encontré ninguna página.
La voz de Mikael cambió, le envolvió y resonó en todas partes.
—No cometas el error de pensar que necesito cumplir código alguno para tratar contigo. Has encandilado a mis hermanos con tu actuación de hoy. No te aplastaré por ahora, pero el momento llegará. Gris, hay otro modo de que hubieras sabido del cónclave, aparte de que Plata te lo hubiera contado. Podrías haberlo leído en la página de la Biblia de los Caídos.
El Gris ni siquiera había contemplado esa posibilidad. Los demás ángeles no se habían molestado en profundizar sobre ello, habían aceptado sus palabras. Seguramente porque les había convenido, o quizá porque ahora tenían otros problemas en los que centrarse. Pero Mikael no funcionaba igual. Él sí había meditado más allá de las conclusiones obvias, demostrando una inteligencia muy aguda.
—Si lo tienes tan claro, no hay nada que pueda decir para convencerte —dijo el Gris— Y sin embargo, no tomas medidas. ¿Qué quieres de mí?
—Cuidado con tu tono. No olvides con quién hablas. —No fue el tono lo que molestó a Mikael. El Gris sabía que le irritaba más que hubiera deducido sus intenciones—. Y ahora escucha con atención dos cosas muy sencillas. La primera es que nada de lo que ha sucedido en el cónclave puede saberse, ¿está claro?
Editado: 26.02.2018