La Biblia de los Caídos

Versículo 37

—El niño me dijo que esta es tu tumba favorita —dijo la rastreadora cuando el Gris abrió los ojos.

Había amanecido hacía poco. La luz clara de la mañana flotaba por el cementerio, alejando el frío de la noche.

Era la segunda vez que Sara aguardaba junto al Gris, mientras dormía, mientras se recobraba de sus heridas. Si así eran todos los casos que resolvían, era obvio que el niño era un miembro indispensable en el equipo.

—No tengo ninguna favorita —dijo el Gris. Se incorporó, estiró los brazos e hizo un gesto de aprobación—. El niño ha hecho un buen trabajo.

—Se ha asegurado de que lo supiera. Me bombardeó diciéndome lo bueno que era y lo bien que curaba. Ya le conoces... Se ha quedado dormido. ¿Quieres que le despierte?

El Gris elevó la cabeza. Se cubrió los ojos con la mano.

—Déjale que duerma. Se pone muy pesado si le despiertas.

Sara siguió su mirada.

—Aquí no te ve nadie. No tienes que preocuparte por el sol.

—Lo sé.

—Me ha hecho compañía toda la noche —dijo ella acariciando el gato negro. El animal ronroneó, frotó su hocico contra el brazo de Sara—. Gris, tenemos que hablar.

—No puedo contaros lo que sucedió con los ángeles —dijo él—. Es por vuestra seguridad. Es mejor que no os mezcléis con ellos. Yo mismo intento tener el menor contacto posible.

El Gris sacó una pulsera, la deslizó entre los dedos y jugueteó con ella con suma agilidad. Sara percibió un sutil cambio en su rostro.

—Era de Miriam, ¿verdad? —Él asintió. Sara había reconocido la pulsera con la que la centinela le controlaba y le mantenía localizado—. ¿La echas de menos? Yo diría que sí. Era una mujer increíble... y preciosa.

—La echaré de menos —dijo el Gris. Había dolor en su voz.

Sara sintió un leve pinchazo de envidia. No estaba bien sentir eso de alguien que había muerto.

—Parecía haber algo entre vosotros. ¿Me equivoco?

—Eso queda entre ella y yo —contestó el Gris.

Guardó la pulsera en un bolsillo. Sus ojos de ceniza estaban desenfocados, perdidos en la distancia, entre las escasas nubes que empezaban a cubrir el cielo.

Sara esperó antes de hablar. Le dio la sensación de que él estaba pensando en Miriam, tal vez despidiéndose, y no le pareció apropiado interrumpirle.

—Es la hora de que hagas tus preguntas —dijo el Gris mirándola—. Sigues aquí, con nosotros, y acordamos hablar cuando todo acabara. Ese momento ha llegado. Supongo que aún tienes dudas que te impiden tomar una decisión.

Tenía menos de las que había imaginado hacía un par de días, pero aún no había despejado la más importante de todas.

—No me has dicho por qué me quieres en el grupo —dijo Sara sin rodeos—. Hay rastreadores que lo harían mejor que yo.

El Gris asintió.

—Es cierto, en parte al menos. No hay tantos rastreadores mejores que tú, solo son más experimentados. Mejorarás. Y antes de que digas nada, eso no importa. No te escogí por tus capacidades de rastreo. Te necesito para no olvidar, para mantener ciertas cualidades que estoy perdiendo.

Sara sacudió la cabeza, confusa.

—Tendrás que explicármelo un poco más.

—Cada vez siento menos, Sara —dijo él con pesar, fatigado. Ella lo vio por primera vez como a un enfermo, alguien desvalido que necesita ayuda—. Perdí demasiadas cosas junto con mi alma. Me cuesta recordar qué se siente al ver sonreír a un niño o al escuchar una canción emotiva. Sé que son buenos momentos, probablemente los mejores, pero yo ya no reconozco el calor de la felicidad. Mis emociones no se agitan. ¿Cómo explicarlo...? No me conmueve ver a un mendigo muerto de hambre, se me olvida dar las gracias, no me altero si me insultan o me desprecian. Tampoco puedo recordar la última vez que lloré.

—Debe de ser terrible —dijo ella, comprensiva—. ¿Y yo puedo ayudarte a sentir de nuevo?

—No, nadie puede. Pero tú puedes recordarme qué significa ser una buena persona, un ser humano decente y con valores. Eres un ejemplo que necesito.

—Están los demás. El niño y...

El Gris levantó la mano para interrumpirla.

—Ellos no sirven para eso, ni aunque tuvieran las mejores intenciones del mundo. Álex y el niño están marcados como yo por sus propias cruces. Ellos me acompañan por motivos personales, y eso está bien, porque les convierte en buenos compañeros. Pero no son...

—¿Normales? —dijo ella—. Lo sé.

En otra ocasión tendría que profundizar sobre cómo una persona que quería matarle se podía considerar un buen compañero. De algún modo supo que ese no era el momento.



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En el texto hay: misterio, biblia

Editado: 26.02.2018

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