La tarde caía con una pereza melancólica sobre la ciudad, arrastrando consigo una lluvia fina y persistente que tamborileaba con suavidad en los ventanales altos de la Biblioteca Municipal. Era un edificio de piedra ennegrecida, con gárgolas que el tiempo había dejado ciegas, y techos tan altos que parecían suspirar al ritmo del viento. Pocos recordaban que aún funcionaba. Menos aún sabían que alguien trabajaba allí.
Emma Valdés, de veintisiete años, era esa alguien.
Llevaba tres años encargándose sola del lugar. Catalogaba libros, limpiaba el polvo de las vitrinas olvidadas, sellaba préstamos que nadie hacía. No le molestaba el aislamiento; al contrario, había en ese silencio espeso y húmedo algo que la reconfortaba. Como si cada rincón de la biblioteca la conociera por su nombre y le devolviera un eco invisible que solo ella podía oír.
Esa tarde de lluvia, como tantas otras, Emma recorría los estantes con una libreta en mano, haciendo inventario. El olor a papel envejecido, a madera húmeda y a tinta seca la envolvía como una manta. Se detenía de vez en cuando a hojear un libro, a acariciar un lomo gastado, a leer una frase subrayada por algún lector de otra época. Era su manera de conversar con los fantasmas.
Pero algo cambió ese día.
Bajó al archivo subterráneo, una zona poco visitada incluso por ella. Las escaleras crujían como si recordaran cada paso de los siglos. Allí, entre cajas apiladas y estanterías oxidadas, descubrió una caja sin etiqueta, cubierta por una tela gris. Al abrirla, no halló documentos oficiales ni registros antiguos, sino un solo objeto: un libro.
Era distinto a cualquier otro. La encuadernación de cuero negro estaba impecable, aunque emanaba un aroma antiguo, como si hubiera estado esperando allí desde siempre. No tenía título. No tenía autor. Era como si no quisiera ser hallado.
Intrigada, Emma lo abrió. Y entonces el tiempo pareció detenerse.
En la primera página, escrita con una caligrafía suave, temblorosa pero firme, una dedicatoria la golpeó como un relámpago:
“Para mi querida Emma Valdés, con amor eterno. Mamá.”
— Adela
Mi pequeña Emma:
Si estás leyendo esto, es porque el destino —caprichoso y sabio— ha querido que finalmente nos reencontremos. No en cuerpo, pero sí en alma. Escribo estas palabras con la esperanza de que, algún día, las encuentres y recuerdes… O tal vez descubras, por primera vez, lo que te fue arrebatado.
Te amé desde antes de saber tu nombre, desde la primera vez que sentí tu corazón latiendo dentro del mío como un tambor suave que marcaba un nuevo principio. Cada noche, te cantaba una canción para que mis miedos no te alcanzaran, para que la calma de mi voz te construyera un refugio. Y cada día te hablaba como si ya entendieras el mundo, como si pudiera enseñártelo con solo mirarte.
No sé cuánto recordarás, ni cuánto te han dejado conservar. Sé que hay cosas que quizás ahora te parezcan ajenas, pero que viven dentro de ti, dormidas como semillas bajo la nieve. Este libro es mi intento de despertarlas. En cada historia he dejado pedazos de nosotros, de nuestras risas, de tus primeras palabras, de los días junto al mar y de las noches en que te acuné hasta que tus sueños me arrullaban a mí también.
Sé que tu camino no ha sido fácil, y me duele no haber estado para sostenerte cuando caías o para aplaudirte cuando volabas. Pero nunca estuviste sola. Siempre te busqué, siempre te amé, incluso cuando el mundo me obligó a desaparecer de tus recuerdos. Eso nunca me detuvo. Nunca me rendí.
No temas a lo que descubras. La verdad puede doler, pero también libera. Confía en tu instinto, en esa voz suave que te guía desde dentro. Y si alguna vez dudas de ti, de tu origen, de tu historia, recuerda esto:
Fuiste amada con una intensidad que ni el olvido pudo borrar.
Con todo lo que fui, soy y seré,
Att:Adela
Emma se quedó sin aliento. La sangre le zumbaba en los oídos. El libro temblaba entre sus dedos.
—No… —murmuró, como si decirlo en voz baja pudiera hacerlo desaparecer.
Su madre se llamaba Clara. Eso le había dicho su tía María desde que tenía memoria. Clara murió cuando Emma tenía dos años. Nunca se hablaba de ella. Nunca había fotografías. Y nunca, jamás, se mencionó a alguien llamada Adela.
Durante un largo minuto, Emma no supo qué pensar. Dudó de su memoria. Dudó de su historia. Dudó de la realidad misma.
Con manos temblorosas, comenzó a hojear las páginas. Lo que encontró fueron relatos breves, como cuentos, pero con un tono íntimo, casi confesional. Historias que parecían dirigidas a una niña. Y sin embargo, eran demasiado específicas. Una pequeña con una piedra azul colgando del cuello. Una melodía que alguien tarareaba cada noche antes de dormir. Una cabaña frente al mar, con una hamaca en la que se leía hasta que anochecía.
Emma no recordaba ninguna de esas cosas. Y sin embargo, algo en su pecho se agitó con violencia. No era un recuerdo, era una sensación. Una certeza visceral. Como si su cuerpo, su piel, sí lo recordaran.
Esa noche, no pudo dormir.
Cuando finalmente se rindió al cansancio, soñó con la cabaña. Olía a sal. Había gaviotas. Y una mujer de espaldas, sentada en la hamaca, cantaba una canción que se le deshacía en la punta de la lengua.
Al amanecer, Emma volvió a la biblioteca. Las calles aún estaban desiertas. Ni siquiera el sol se había asomado del todo. Bajó directamente al archivo. El libro estaba donde lo había dejado, sobre la mesa.
Encendió el ordenador. Buscó en el sistema cualquier registro, cualquier nota de entrada, cualquier mención del libro.
Nada. No existía.
Volvió a examinar el libro, pero esta vez no se sentó. Algo le decía que no debía bajar la guardia. Entonces ocurrió.
Una ráfaga de aire frío, imposible —pues no había ventanas ni ventilación—, cruzó la sala. Las luces parpadearon. La lámpara sobre la mesa se apagó, y el libro se abrió por sí solo, como si respondiera a una voluntad invisible.
Editado: 15.04.2025