Emma no gritó.
Ni corrió.
Ni retrocedió.
El miedo, en vez de paralizarla, se deslizó por sus venas como un río helado que no traía terror, sino una extraña lucidez. Frente a ella, la figura inmóvil, envuelta en sombras, sin rostro visible ni forma definida, le hablaba en un lenguaje antiguo. No con palabras, sino con algo más primitivo. Más hondo.
La melodía seguía flotando en el aire, casi imperceptible, como si naciera del polvo mismo.
—¿Adela? —murmuró Emma, y su voz apenas rompió el silencio.
La figura no respondió. Pero levantó una mano, lenta como el amanecer, y señaló el libro.
Emma volvió la vista. La tinta seguía fresca, aún humedeciendo el papel con su verdad. Entonces, sin que ella lo tocara, el libro pasó de página. La siguiente estaba en blanco.
Hasta que no lo estuvo.
Letras comenzaron a formarse, una tras otra, como si una mano invisible escribiera para ella.
Palabras íntimas. Filosas.
“Todo comenzó el día que decidiste olvidar.”
Emma dio un paso atrás.
El libro… ¿la recordaba?
¿O estaba recordándola a ella misma?
Miró hacia el pasillo entre los estantes, pero la figura había desaparecido. Solo quedaba la música, que ahora sonaba distante. Como si ya viniera de otro mundo.
Y entonces escuchó una voz. Muy cerca. Muy suave.
Como si estuviera dentro de su oído.
—Aún no estás lista para recordarlo todo.
Emma se giró en seco. Nada. Nadie. Solo el eco de lo imposible.
Horas después, Emma estaba sentada en el escritorio de la biblioteca, el libro cerrado entre sus brazos. Una taza de té, olvidada, temblaba ligeramente entre sus dedos.
Abrió el ordenador. No para buscar datos sobre el libro —eso ya sabía que era inútil—, sino para revisar algo más concreto. Más humano. Más... comprobable.
Su historia.
Buscó la carpeta que su tía le había dado cuando cumplió dieciocho. “Recuerdos de mamá”, decía la etiqueta, escrita con marcador ya desvaído. Solo contenía tres archivos.
Una copia del acta de defunción de Clara Valdés.
Una foto borrosa de una mujer de vestido floreado y sonrisa ausente.
Y una carta de su tía María, amorosa pero escueta, llena de silencios entre líneas.
Eso era todo. No había huellas de Adela. Ningún documento, ninguna fotografía. Solo una historia que alguien había contado por ella. Y que ahora empezaba a resquebrajarse.
Emma se tocó la piedra azul que colgaba de su cuello. La llevaba desde niña. Nunca supo de dónde había salido.
¿Y si ese era el hilo? ¿El anzuelo de un recuerdo sumergido?
El aire a su alrededor se volvió espeso. Como si la biblioteca misma contuviera la respiración.
Esa noche, volvió a soñar.
Estaba frente a una casa blanca, con contraventanas azules y una verja de madera que crujía al abrirse. El mar se oía cerca, como un animal dormido. El cielo, cubierto de nubes violetas.
Entró sin miedo.
Olía a lavanda, a pan caliente, a una infancia que no reconocía y, sin embargo, dolía.
En una repisa, una radio antigua susurraba la melodía.
Sobre la chimenea, una fotografía: una mujer de ojos idénticos a los suyos sostenía a una bebé.
Y sobre la cuna, una piedra azul colgaba como una luna personal.
Emma despertó con el pecho encogido. Había lágrimas en su rostro.
Y una certeza que la cortaba por dentro:
1. Esa casa existía.
2. Tenía que encontrarla.
3. No estaba sola en ese recuerdo.
Al amanecer, Emma escribió una nota breve en la puerta de la biblioteca: “Cerrado por inventario”. Nadie notaría su ausencia. Nadie nunca lo hacía.
Guardó el libro en la mochila, junto con una grabadora de voz, su cuaderno de notas, y la vieja foto de Clara. Al salir, subió una vez más al archivo subterráneo. Había algo que necesitaba saber.
—Si estás allí —susurró—, dime por dónde empiezo.
El libro tembló. Se abrió con lentitud, obedeciendo a una fuerza que no era la suya. En la página, una nueva línea de tinta aún fresca había aparecido.
“Calle 18, Playa del Mistral. Cabaña Azul Profundo.”
Emma cerró la mochila con firmeza. Su respiración era un tambor.
Antes de subir las escaleras, algo brilló a un lado del estante. Se acercó.
Un colibrí disecado. Perfectamente conservado.
Sus alas extendidas como si aún vibraran.
Emma sintió un nudo en la garganta.
Ese colibrí estaba en su sueño.
Y nunca, jamás en su vida, había visto uno antes.
La lluvia había cesado.
Pero en el aire, aún flotaban los ecos de una canción olvidada.
Y bajo su piel, una verdad antigua despertaba.
Editado: 15.04.2025