De camino a casa, el viento soplaba con fuerza, haciendo ondear el largo cabello castaño desde la raíz hasta las puntas. La brisa recorría con delicadeza, aunque con tal intensidad que le impedía controlar su melena.
Tiene 27 años y nació en Manchester, Reino Unido, aunque su mirada parece haber visto mucho más que una vida terrenal. Su cabello castaño claro cae en ondas suaves hasta la cintura, acariciando su espalda como una brisa templada. Sus ojos, color avellana, son profundos y expresivos.
Su tez es morena muy clara, cálida, con un brillo que contrasta sutilmente con su entorno. Mide 1.65 metros y su figura, femenina y esbelta, se mueve con una elegancia natural que no busca impresionar, simplemente es. A pesar de su riqueza, no ostenta; su fuerza reside en la serenidad, en la forma en que mantiene la cabeza en alto incluso cuando el mundo arde a su alrededor.
Una cicatriz discreta pero significativa adorna el lado izquierdo de su cuello. No la oculta.
Cuando al fin llegó, suspiró en la entrada y cerró la puerta tras de sí. Caminó hasta el asiento del recibidor, se recargó en él y se dejó caer, inhalando tan profundo que el oxígeno pareció ahogarla. Permaneció sentada, tranquila... hasta que llegó el momento.
Entonces se levantó, dejando todo en el recibidor, y fue hacia la sala, donde se recostó. Poco después, los pasos apresurados de una joven la alcanzaron.
-¡Señorita Elizabeth! ¡Señorita Elizabeth! -gritó la niña-. ¡Acaba de llegar una carta de mi madre! Dice que vendrá dentro de unos meses... ¡Estoy tan feliz!
La mujer en el sillón la miró con tristeza, pero le sonrió.
-Me alegra que Melody regrese pronto. Tu madre debe estar ansiosa por verte, después de siete años separadas.
Elizabeth sabía que Melody no regresaría. Había recibido una llamada urgente hacía pocos días: su amiga había muerto en un accidente automovilístico junto a su esposo y su hijo más pequeño.
Marie, sin embargo, no lo sabía.
-Marie... ¿qué te parece si mañana por la tarde vamos de compras? Tengo el día libre.
-¡Me encantaría! -respondió la niña, entusiasmada-. ¡Puedo comprar ropa nueva y un regalo para mamá!
La joven de cabello rubio, largo hasta la cadera, caía como una cortina dorada que enmarcaba su pequeño rostro. De tez clara, casi de porcelana, y con unos ojos azules que reflejaban la inmensidad del cielo, Marie era la imagen misma de la inocencia, aunque medía apenas 98 centímetros. Elizabeth hacia aquella sonrisa forzada que ocultaba tanto.
-Debemos esforzarnos para que Melody tenga una buena bienvenida. Me alegra que estés tan animada por verla.
-Pero... señorita Elizabeth, usted no parece tan contenta. ¿No quería que mi madre viniera? Yo la extraño mucho. Pero si prefiere que no estemos juntas, aceptaré lo que tenga que decirme...
-Marie, querida... -Elizabeth la miró con ternura-. Estoy feliz de que tu madre te haya escrito. Ella siempre me dijo cuánto te amaba, desde el día en que naciste. Nada la habría hecho más feliz que criarte ella misma. Y aunque estén separadas ahora... tu madre siempre estará contigo, incluso si no puedes volver a verla.
-Usted ha sido muy buena conmigo desde que llegué a esta casa -dijo Marie-. Me ha cuidado como si fuera su hija. Pero aún así, le pido a Dios todos los días que me permita ver a mi madre otra vez...
Una sonrisa amarga, casi cruel, cruzó el rostro de Elizabeth. Se levantó, miró al frente como si alguien invisible se hallara frente a ella y expresó cierto desprecio.
-¿Le pides a Dios ver a tu madre...? -susurró-. Ella también rezaba por volver a verte.
Caminó como si estuviera en trance hasta su habitación y se tumbó sobre la cama. En esos días, alguien se encargaría de traerle las cenizas de Melody y su familia.
-¿Será correcto ponerte junto a mi hermana, Melody? Después de todo... ustedes eran amigas... ¿o me equivoco?
Se quedó dormida.
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Soñó con una escalera. Una escalera interminable, elegante, casi celestial. Bajaba lentamente, envuelta en un vestido rojo con bordes quemados, como si el fuego lo hubiera tocado brevemente.
Las paredes susurraban su nombre desde todos los rincones.
Al llegar al final, pudo distinguir la silueta de un hombre. La luz detrás de él era tan intensa que apenas lograba ver más que su porte distinguido, el traje elegante y su larga cabellera atada con un lazo.
Apresuró el paso. Quería alcanzarlo.
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-¡Señorita Elizabeth! -la voz de Marie resonó desde la puerta-. ¡Ya es de día! ¡La criada dice que baje a desayunar! ¡Preparó algo fantástico!
Los pasos de la niña se alejaron.
Elizabeth suspiró y se frotó los ojos color avellana mientras soltaba un bostezo.
La luz del sol entraba por los ventanales y acariciaba su piel dorada. Tras unos segundos, se levantó, aún recordando el sueño: la escalera, la figura... cada detalle seguía grabado en su memoria. Como si no fuera un sueño, sino un recuerdo.
Se sentó junto a Marie en el comedor. La niña devoraba sus pancakes con mermelada y jugo de naranja.
-Usted dijo que iríamos de compras, señorita Elizabeth.
-Así es. Aprovecharemos el fin de semana. Pensaba en inscribirte en un internado. Ahí podrás aprender más de lo que aprendes ahora.
-Pero... si entro a un internado, no podré ver a mamá cuando regrese -dijo la niña con voz apagada-. No quiero eso.
-Ella podrá visitarte. Y así yo podré trabajar más para que puedan vivir juntas en el futuro.
-¿Eso es verdad?
-Marie, ¿crees que te mentiría?
-Jamás pensaría eso, señorita Elizabeth. Siempre me ha dicho la verdad...
-Entonces recuerda esto, Marie: la verdad puede doler. Y mucho. Por eso debes salir de esta burbuja que creé para ti. Es hora de que vivas en la realidad.
-Señorita Elizabeth -sonrió levemente la niña-, usted es muy rara. Desde que tengo memoria, me ha cuidado. Siempre dijo que estaría conmigo hasta que mamá viniera. Pero ahora me dice que lo mejor es irme a un internado...