La Boda Del Diablo

CAPITULO 3: EL BAILE DE MASCARAS

El auto se detuvo frente a un majestuoso edificio donde algunas parejas comenzaban a entrar. Gilbert bajó del coche y abrió la puerta de pasajeros, dejando salir al clarísimo hombre, quien extendió su mano a la mujer que lo acompañaba. Elizabeth tomó aquella mano con cierta timidez y descendió del vehículo, admirando el lugar tan elegante. Ajustó ligeramente su máscara y, con un gesto automático, también acomodó la de su acompañante.
Caminaron juntos hacia la entrada mientras Gilbert entregaba las invitaciones. Elizabeth, tomada del brazo de Lucifer, cruzó las puertas del salón, donde la música de vals inundó sus oídos. Meseros pasaban con charolas, las personas reían, conversaban y bailaban con gracia sobre la pista, como si se tratase de una escena sacada de una película.
Un hombre de camisa blanca se detuvo frente a ellos e hizo una reverencia.
-Señor, señora, por favor, acompáñenme a su mesa -dijo, incorporándose para guiarlos.
Lucifer, aún sosteniendo la mano de Elizabeth, lo siguió.
-Lucifer -preguntó ella, con un leve tono de curiosidad-, ¿has estado antes en bailes como este?
-Alguna vez fui a uno... -respondió el azabache con tono nostálgico, justo cuando el guía se detuvo frente a la mesa-. Fue hace mucho, incluso antes de que tu abuela naciera. Era un baile real, donde un rey presentaba a su hija en sociedad para buscarle un esposo.
Lucifer acomodó la silla y ayudó a la mujer a sentarse, como todo un caballero. Cuando ambos estuvieron cómodos, un camarero se acercó con copas y bocadillos. Elizabeth tomó uno mientras el hombre se retiraba.
-¿Y qué hacías tú en ese baile? -preguntó ella, con un dejo de sospecha.
La sonrisa torcida del demonio fue tan intensa que le erizó la piel.
-La reina, madre de la joven, quería que su hija se casara con un príncipe o un rey, para mantener su linaje. Pero la joven solo quería casarse por amor. La madre, desesperada porque Dios no respondía, alzó su rostro al cielo sin obtener respuesta... Entonces bajó la vista al suelo y suplicó: "Señor de la oscuridad, ayúdame. Entrego mi alma y la de mi hija cuando ambas dejemos este mundo. Toma mi fortuna, pero por favor... ayúdame". -Su sonrisa se ensanchó-. Me colé al baile. Le conseguí a su hija el mejor esposo.
-¿Y qué tomaste como recompensa? -inquirió Elizabeth, cada vez más inquieta.
-La mujer quedó embarazada meses después. Dio a luz a gemelos. Y cuando murieron, sus almas, su riqueza, todo... me perteneció.
Elizabeth sintió la sangre helarse en sus venas. El relato la estremeció.
Fue entonces cuando una mujer de piel oscura se acercó a la mesa. Su voz era suave y elegante.
-Mi señor, me alegra tenerlo hoy con nosotros -dijo, haciendo una reverencia.
Lucifer sonrió y miró a Elizabeth.
-Lilia, solo vine para que la señorita Elizabeth conociera este hermoso salón. Ella es mi cita.
Elizabeth se levantó rápidamente y respondió con una sonrisa forzada.
-Un gusto, soy Elizabeth Rey.
-Señorita Elizabeth, hemos esperado con ansias que conociera al señor Lucifer. Él es parte de nuestro corazón... y esperamos que pronto también forme parte del suyo -dijo la mujer con dulzura.
-Lilia -dijo Lucifer-, estás encantadora esta noche. Este baile es tan elegante como tú.
-Mi señor, siempre será bienvenido junto a su acompañante -respondió la mujer, inclinándose antes de retirarse.
Elizabeth lo miró, entre confusa e incómoda.
-¿La conoces desde hace tiempo? Esa mujer parece cercana a ti.
-Oh, querida Elizabeth... si no te conociera, juraría que estás celosa -bromeó Lucifer.
-No digas tonterías -respondió ella, aunque desviando la mirada-. Solo me intriga.
-Lilia es parte del infierno, pero está cumpliendo una tarea aquí en la Tierra. No puedo decirte cuál, porque eso implicaría arrastrarte al infierno.
-Qué alentador se escucha eso -respondió ella, sarcástica.
Lucifer rió. Su risa, por alguna razón, le tranquilizó el corazón. Ella lo observó bajo las luces del salón. Su piel lechosa brillaba, sus ojos rojos parecían dos brasas encendidas y su cabello azabache se movía ligeramente con cada paso. Era, en todos los sentidos, fascinante.
-Elizabeth, te he mostrado mi interés. Fuiste destinada a mí. Pero aún así, sigues sin confiar en mí.
-Eso es fácil de explicar -dijo ella, en tono firme-. Eres Lucifer. Para millones, eres lo peor que existe. Para mí, ahora mismo solo eres un hombre... elegante, guapo, quizás encantador. Pero no creo en Dios. No creo en el destino. No creo en fuerzas mayores. Todo esto me parece una tontería, incluso tú.
Se levantó abruptamente y caminó hasta el tocador. Sus manos temblaban, su respiración se entrecortaba. Al llegar al espejo, se miró. Su rostro recuperó la serenidad. Respiró hondo y volvió.
-Quiero irme -dijo, llegando a la mesa.
-Después de un baile juntos, nos iremos -respondió Lucifer, tomando su mano.
La llevó al centro de la pista. La tomó por la cintura con suavidad, y ella colocó su mano sobre su hombro. La música comenzó a fluir, y ambos comenzaron a bailar. Cada paso, cada giro, era armónico. Sus cuerpos parecían moverse por instinto. Las manos se acariciaban sutilmente. Lucifer se acercó a su oído y susurró con voz grave:
-Soy Lucifer, rey de los infiernos... pero tu destino será decidido por ti. Tu voluntad será ley para mí. Lo que pase, lo decidirás tú.
La giró una última vez y la atrapó entre sus brazos. El pecho de Elizabeth subía y bajaba agitado. Su vestido ondeaba al ritmo de su respiración. Y entonces, sin pensarlo demasiado, lo besó. Rápido. Breve. Torpe.
-Yo... yo quiero irme aho... -empezó a decir, nerviosa.
Pero Lucifer la interrumpió con un beso. Esta vez más profundo, más lento, más seguro. Elizabeth lo correspondió, y por un momento el tiempo se detuvo.
Después, en silencio, salieron del salón y subieron al auto. Regresaron a casa. Ella se encerró en su habitación, temblando. Había besado al mismísimo gobernante del infierno. Su corazón latía con fuerza, aún no podía comprenderlo.
Se quitó el vestido lentamente, se puso su pijama y limpió su rostro del maquillaje. Al fin, cayó en su cama, donde los pensamientos la acorralaban. Cerró los ojos y, antes de darse cuenta, ya estaba sumida en un nuevo sueño, recordando la calidez de aquellos labios y la intensidad de aquellos ojos rojos.




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