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Su respiración agitada le dificultaba seguir adelante. El vestido era pesado y las escaleras, infinitas. Cada paso se volvía más lento, como si no avanzara. Gritaba, trataba de apresurarse, y en su mente solo un nombre resonaba, vibrando dentro de su cuerpo: "Lucifer".
Finalmente llegó al final de las escaleras. La figura se aclaró: era Lucifer, sonriente y relajado, muy distinto al de mirada fiera que la hacía temblar cada día.
-Señor Lucifer -tembló su voz al pronunciar el nombre de aquel ser imponente-. Mi señor...
Las escaleras desaparecían tras ella, mientras aquel rostro tranquilo se transformaba poco a poco en el perturbador que conocía.
-Elizabeth -la voz de Dios emergió de todas las paredes, hasta materializarse frente a ella, desplazando a Lucifer a un segundo plano-. Si quieres librarte de esto... solo dilo. Aún estás a tiempo.
-Dios... sabes bien que eso es imposible -dijo ella, clavando sus ojos avellana en los de la figura divina. Lucifer sonrió sutilmente-. Estoy atada a este hombre, como lo ha dicho mi destino.
Dios se acercó, tocando las manos de la mujer.
-¿Por qué no me escuchas ahora? Has orado, suplicado por respuestas y salvación. Ahora está a tu alcance. Deja a Lucifer y recupera tu vida.
-No sé qué me espera con él. Mi destino y mi amor son inciertos. Pero no dejaré a Lucifer.
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Despertó agitada justo cuando Gilbert dejaba una bandeja de comida a su lado.
-Señorita Elizabeth, buenos días. ¿Cómo amaneció?
-He tenido un sueño extraño -respondió mientras se tallaba los ojos-. No necesitabas traer el desayuno hasta aquí. Desayunaré en el comedor.
-Mi señor me pidió que lo hiciera.
-Está bien. ¿Dónde está él?
-Su Majestad salió esta mañana.
-¿Salió?
-Sí, tiene asuntos infernales que atender.
-Entiendo. Gracias. Deja eso ahí. Voy a ver a Marie. Prepara el auto.
-Como usted ordene, señorita.
Gilbert salió de la habitación, dejándola sola. Mientras comía, pensaba en aquel sueño. ¿Qué eran esas palabras que le dijo a Dios? ¿Y por qué se sentía tan real? Desde que soñaba con Lucifer, su vida había dado un giro. Sus manos temblaban y su aliento se cortaba solo con pensar en él.
Terminó el desayuno, se arregló rápido y bajó a la sala, donde Gilbert ya la esperaba. Salieron, y pronto el auto estuvo en marcha. Tras varios minutos, se detuvo frente al internado.
Los tacones de Elizabeth resonaban en el mármol al acercarse. Marie la esperaba. Al verla, corrió a abrazarla.
-Me mintió, señorita Elizabeth -dijo la niña cuando se sentaron.
-No te mentí. Tu madre me pidió que viniera por ti. Tuvo un accidente y murió.
-Pero no me lo dijo. Me trajo aquí con mentiras.
-No eran mentiras. Quiero darte la mejor educación. Tu madre era mi amiga, y la amaba. Haré todo por ti.
-No sienta lástima por mí.
-Sentir lástima es caridad. Yo te quiero. Prometo nunca pensar en mí antes que en ti. Pero debes quedarte aquí, hasta convertirte en una joven que pueda caminar a mi lado con la cabeza en alto. De lo contrario, no podrás ir junto a mí.
-Señorita, me convertiré en una mujer de valores, para que esté orgullosa de mí.
-Bien -acarició su cabeza. Marie miró sus manos, sabiendo que la despedida era inminente. Las bolsas de regalo brillaban en la mesa-. Debo irme.
-Lo sé. Cuídese, señorita.
-Te veré pronto.
En el camino de regreso, Elizabeth recordaba a su amiga, la madre de Marie. Pensaba en lo que vivieron juntas, y en cómo se negó a cargar a la pequeña al principio. Sus ojos avellana brillaban con cada parpadeo, sus labios resecos y sus manos entrelazadas en su regazo.
Tan ensimismada estaba, que no reaccionó a tiempo cuando el auto frenó de golpe. Sus manos apenas alcanzaron a sujetarse.
-¡Gilbert! ¿Qué demonios te pasa? ¡Soy humana, puedo morir! ¿En qué estás pensando?
-Lo siento mucho, señorita. Me asusté, pensé que podía salir herida.
-¡Cállate! -dijo, llevándose las temblorosas manos al cabello.
La puerta se abrió de golpe. Dio un brinco. Un rostro lechoso y unos ojos rojos le ofrecieron una sonrisa inquietante.
-Hola, querida Elizabeth. ¿Fuiste a ver a tu protegida?
-Así es.
-¿No estás cansada? -preguntó mientras se acomodaba junto a ella-. Yo sí. Quiero volver a casa cuanto antes.
El auto reanudó su marcha.
-Pensé que estarías ocupado. Eso dijo tu sirviente.
-Lo estoy. Como señor del infierno tengo deberes. No puedo quedarme en la Tierra todo el tiempo.
-Lo entiendo.
Lucifer tomó su mano. Ella se sonrojó, pero intentó disimularlo. Su mirada la analizaba con intensidad. Apartó un mechón de su rostro.
-Eres la mujer que esperaba. No me rechaces.
-Señor Lucifer -dijo ella con firmeza-, ¿no lo entiende? Me he enamorado. Ni usted ni Dios pueden imponerme mi vida. Desde ahora tomaré mis propias decisiones. Amaré a quien quiera, estaré con quien desee. Prefiero amar a Gilbert antes que a usted. Usted es el diablo. Fui criada creyendo que era el mal supremo. Pero también creí en Dios. Todo lo que me enseñaron fue mentira. ¿Por qué habría de creerle ahora? Usted forma parte de esas mentiras. No confío ni en usted, ni en Dios.
La mirada de Lucifer se volvió sombría. Su furia era palpable, sus venas saltadas.
-¿Mentiras...? Ya veo. Gilbert, detente.
El auto se frenó de golpe y todo comenzó a temblar. Elizabeth intentó salir, pero Lucifer la detuvo con firmeza.
-¡Déjame salir! -gritó con voz temblorosa, igual que su cuerpo. El suelo comenzó a abrirse bajo ellos. El auto caía al vacío. Todo se tornaba anaranjado, la temperatura ascendía, y Elizabeth miraba aterrada a su alrededor.
Lo entendió en ese instante: el auto tocó tierra. Pero no era cualquier tierra. Era el infierno. El terreno de Lucifer.