Despertó exaltada. Su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración agitada. Estaba frustrada y asustada; su cabeza daba vueltas. Se sentó al borde de la cama, tratando de recordar lo que el alcohol le había borrado. Suspiró y miró a su alrededor, preguntándose cómo había llegado ahí.
Entró una sirvienta con una bandeja bien preparada.
—Señorita Elizabeth, traje su desayuno y algo para que se sienta mejor.
—Entra —dijo, suspirando mientras se frotaba el rostro y tocaba su cabeza adolorida—. Lo siento... no recuerdo nada.
—No tiene que preocuparse. El señor Lucifer la trajo a salvo.
—¿Lucifer? —la miró extrañada—. Se suponía que venía con alguien más. ¿Cómo que Lucifer me trajo de regreso?
—No lo sé, señorita. Él no me dijo nada, solo que debía cuidarla... y que volvería por la tarde.
—No entiendo. Me duele mucho la cabeza.
—Lo mejor será que duerma y se dé un baño.
—Está bien —dijo, estirándose mientras se ponía las pantuflas al pie de la cama. Tallándose los ojos, se levantó.
—Estaré en la cocina, señorita —dijo la sirvienta antes de salir de la habitación.
Elizabeth suspiró y caminó con pesadez hacia la ducha. Abrió la regadera y templó el agua. El cansancio se notaba en cada gesto. Se desvistió con desgano, intentando inútilmente recordar lo ocurrido la noche anterior. Terminó de bañarse y, ya más cómoda, se puso una pijama ligera.
Con el cabello seco, volvió a meterse en la cama. Cerró los ojos y volvió a sumergirse en su mundo de sueños.
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Hacía tiempo que no veía aquellas escaleras sin fin. Desde que conoció a Dios y a Lucifer, no las había vuelto a recorrer. Otra vez vestía aquel pesado vestido rojo que se quemaba a cada paso. Se sentía cansada. Tomó aire antes de continuar.
Sus pies comenzaron a arder, sus manos se encendían con el calor del descenso. Escuchó una voz melodiosa que pronunciaba su nombre como un cántico celestial, arrastrando cada letra como si no quisiera terminarla. Las escaleras se volvían más estrechas. Esta vez, sentía cómo su cuerpo realmente se quemaba. Jadeó de dolor y soltó su vestido chamuscado. Sus manos, enrojecidas, temblaban.
—Ya no puedo —exhaló, triste, mientras intentaba calmar el ardor.
—Debes llegar —susurró la voz con pesar—. Te esperé toda mi vida.
—Lucifer... —se exaltó al escucharlo—. ¿Cómo puedo llegar a ti? ¡Estoy siendo torturada con tu fuego infernal!
Limpió una lágrima y, con decisión, volvió a tomar el vestido. Continuó bajando mientras las llamas la alcanzaban, quemándola aún más. Pero no se detuvo.
—Continúa, querida —susurró la voz—. Estoy esperando por ti. Este lugar solo aplacará su ira cuando llegues hasta mí.
—Lucifer... —repitió, cansada. El vestido, antes pesado y quemado, se volvía más ligero. Sus pies, descalzos, ardían sobre la piedra caliente. Sentía que su cuerpo se deshacía, pero continuó.
Finalmente, la escalera terminó. Dio un suspiro. Al poner el pie sobre el suelo, un grito desgarró su garganta. Sus pies parecían hundirse en lava. Aun así, dio los primeros pasos, aunque ya no sentía sus extremidades. Caminó hasta una cortina. Al tocar el suelo, el cántico volvió y la guiaba. Abrió las cortinas.
Lucifer estaba allí. Sus ojos rojos brillaban.
—Lucifer... —susurró, agotada—. Estoy aquí...
Se desplomó en sus brazos.
Y en ese abrazo, el dolor desapareció. Solo había paz. Lo miró, ilusionada, y se aferró a su cuello para plantarle un beso profundo, como si su corazón fuera a estallar.
Pero entonces, una llama de fuego la envolvió. Gritó de dolor. Sentía su piel desprenderse. Lucifer la miraba... y sonreía.
El dolor era tanto que sintió que su alma también se quemaba. Cuando estuvo a punto de rendirse, aquel hombre tocó su hombro...
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Elizabeth despertó alterada. Sudaba frío. Jadeaba y miraba a su alrededor, desorientada. Estaba en su habitación. La puerta cerrada. Suspiró, intentando calmarse.
—Santo cielo... —murmuró—. Hacía tiempo que no soñaba algo así.
Levantó sus manos y se sorprendió al verlas con ampollas rojas.
—¿No fue un sueño? —preguntó en voz baja, sin esperar respuesta.
Se levantó y se lavó las manos. El agua le hizo arder las heridas. Lloró, en silencio, curando sus quemaduras. Al mirar por la ventana, notó que el sol comenzaba a esconderse. Se cambió de ropa rápidamente.
Al salir, vio a su criada en la cocina. Gilbert doblaba la ropa. Lo más impactante fue ver a Lucifer... ayudando a cocinar.
Se recargó en la encimera, sonriendo.
—Vaya —alargó la palabra con burla—. El mismo diablo cocinando... ¿quién lo diría?
Lucifer se giró y se acercó.
—¿Cómo dormiste, querida? —preguntó, sin prestar atención al comentario.
—Aún estoy cansada. Me duele la cabeza —dijo, abriendo la nevera para buscar algo frío.
—¿Qué te pasó en las manos?
—No lo sé. Desperté así. Supongo que me quemé... de alguna forma.
Lucifer tomó sus manos y ella sintió un alivio inmediato. Él retiró los vendajes. Las marcas... habían desaparecido.
Sin pensarlo, lo abrazó. Estaba feliz de no sentir más dolor. Casi lo besa, pero se contuvo, separándose de inmediato.
—Gracias, Lucifer —dijo, y se dio la vuelta. El rubor subía hasta sus orejas.
Sirvió un vaso con hielo y bebió lentamente. Sentía cómo su cuerpo se refrescaba.
—Elizabeth, come y vuelve a dormir. Iré a ver a Marie por ti. Gilbert saldrá a comprar lo que necesito.
Él acarició su cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, preocupada.
—Descansa —dijo simplemente.
Elizabeth lo observó salir.
Comió la pasta a la crema con filete asado. Era deliciosa. Sentía que probaba un trozo del cielo... o del infierno. Saber que Lucifer la había cocinado la animaba. Dejó el plato limpio.
Camino a la puerta, Gilbert la siguió.
—Mi señora, lo siento. El señor Lucifer ordenó que no saliera.
—Quiero dar una vuelta. No soy su prisionera —dijo, abriendo la puerta.
—Entonces permítame acompañarla. Así podré cuidarla.
Suspiró largo, guardó silencio... y asintió.
—Vamos.
Por primera vez, Gilbert caminaba a su lado, como igual, no como sirviente.
—Gilbert... ¿por qué sirves a Lucifer?
—No lo recuerdo —respondió rápido, sincero.
—¿Entonces por qué pareces tan fiel?
—Porque lo soy, señora. Lucifer es todo lo que conozco. No sé si siquiera soy humano. Pero él... él es mi rey. Y como tal, lo respeto y obedezco.
—¿Y si todo lo que sabes es una mentira? ¿Y si Lucifer no te hizo bien?
—Señorita Elizabeth... usted sigue aquí, soportándolo, aún sabiendo lo peligroso que es. Entonces, debe entenderme —sus ojos reflejaban compasión—. Servirle es todo lo que conozco. Pero si algún día alguien me ama... de la forma en que usted ama a Lucifer... quizás entonces sabré lo que es ser libre.
—¿Ustedes pueden amar?
—Podemos... pero no sabemos cómo.
Gilbert fijó sus ojos en ella.
—Si alguien me mirara como usted lo mira a él... con esas mejillas sonrojadas, con esas manos cálidas... creo que podría aprender a amar. Como Lucifer la ama a usted.
Elizabeth sintió su rostro arder. Gilbert sonrió.
—Incluso si Lucifer me matara ahora... sería feliz, por haber conocido a mi futura reina.
Ella no respondió. Su mente era un nudo en llamas.
—¿Lucifer me ama...? —susurró con burla—. Qué estupidez...
Pero en el fondo, sabía que su muro comenzaba a resquebrajarse.