"Si me lo preguntan, mi primer recuerdo no es solo Dios. Es su sonrisa. Es ver la ilusión en sus ojos el día que me creó, el día en que nací.
Yo no nací por voluntad propia, como lo hizo Dios.
Fui creado para acompañar, para dar, para amar."
El sonido de las teclas llenaba la oficina. Un leve humo con aroma a lavanda flotaba en el aire, siempre ayudaba a calmarla.
Elizabeth. Tan perfecta. Esas pestañas largas, el delineado preciso, la sombra sutil en sus párpados y ese brillo labial color cereza que la hacía parecer inalcanzable.
Lucifer entró con una carpeta en la mano. Sonrió al llegar a ella.
—Señora Elizabeth —dijo con voz fuerte, llamando su atención.
—¿Qué necesitas? —respondió ella con tono seco.
Quizás se debía a su nuevo puesto como asistente personal. Era su primer día. Resultaba irónico pensar en el Rey del Infierno como secretario. Lo que realmente la incomodaba era lo popular que se había vuelto entre todos en la empresa: esos ojos rojos como rubíes, esos labios pálidos pero peligrosamente encantadores.
—Le traje estos documentos. Me dijo la mujer de abajo que debe firmarlos —dijo él con un tono burlón, pero respetuoso. Divertido, como siempre.
Elizabeth los tomó con evidente molestia.
—Quiero ir a cenar esta noche. Encontré un buen restaurante.
—No salgo con mis empleados. Es poco profesional.
—Bien —dijo con un deje de molestia, aunque su sonrisa persistía.
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en los labios de Elizabeth. Lucifer la notó, pero fingió no hacerlo.
—¡Ely! —entró Víctor con una sonrisa resplandeciente, el cabello perfectamente peinado, mientras leía un documento—. Te envió un correo la señorita Tanri. Informó sobre un ajuste en tu inversión para el internado de Marie. Parece que, por algún motivo, tu donativo fue rechazado.
La sonrisa de Elizabeth se esfumó como el viento. Sus labios murmuraron una palabra que solo Lucifer alcanzó a escuchar. Sus ojos rojos brillaron. Celos.
—Marie —susurró ella, su voz apagada, como si presintiera una herida que aún no había nacido.
—Estará bien —Lucifer alzó la voz, con fuerza, imponiendo autoridad en toda la oficina—. Yo me encargo de eso.
Elizabeth lo miró, confundida. ¿Cómo sabía qué decir? ¿Cómo podía acertar en sus palabras? Era como si la conociera desde siempre... y apenas llevaban unos meses juntos.
—Gracias —acertó a decir mientras tomaba el documento de Víctor.
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Querida Elizabeth Rey:
Considerando los recientes acontecimientos y tu poca tolerancia al alcohol, hemos decidido rechazar tu donativo. Aunque es una suma considerable, tu imagen pública como encargada de los institutos no es la más favorable. Espero puedas entenderlo.
Asimismo, te informamos que tu protegida, Marie Brown, será expulsada del instituto de forma inmediata. Te pedimos pasar por ella lo antes posible. De no presentarte antes de las 2:00 p.m., nos veremos forzados a dejarla en la puerta.
Con respeto y cuidado,
Katherine Klair Tanri.
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Los ojos de Elizabeth estaban enrojecidos. Las lágrimas amenazaban con escapar. Mordía su labio entre el dolor y la furia. Se sentía humillada.
Detrás de la carta, estaba el cheque:
$150,000.
No era una limosna. Era generoso. Aun así, no bastó. Y ahora debía ir por Marie... aunque su jornada terminaba a las seis de la tarde.
—Yo iré por ella —intervino Lucifer, antes de que Víctor pudiera reaccionar—. Y hablaré con Katherine. Esto solo puedo solucionarlo yo. Después de todo, Katherine es mi... “amiga”.
Elizabeth notó el tono sarcástico. Lo ignoró. Las lágrimas ya caían por sus mejillas.
Lucifer tomó el cheque y se dirigió a la puerta.
—Elizabeth —dijo desde el marco—. Estaré aquí a la hora de tu salida. Me debes esa cena, cariño —remató con una sonrisa ladina, como quien marca su propiedad. Luego, lanzó una mirada cruel a Víctor antes de marcharse.
Víctor se acercó con voz suave, sintiendo aún el aliento del demonio en su nuca.
—¿Qué sucede, Ely?
Ella suspiró y limpió sus lágrimas.
—Expulsaron a Marie del internado… por creer que tengo problemas con el alcohol.
Tomó el teléfono, marcando con manos temblorosas.
En el piso inferior, un joven pelirrojo copiaba papeles bajo las órdenes de Lucifer. El sonido del teléfono y la fotocopiadora lo alertaron.
—Señorita Elizabeth, ¿en qué puedo servirle?
—Marie... la han expulsado. Él va por ella.
—¿De verdad? Terminaré esto y subiré. Espéreme dos minutos. Exactamente dos.
Colgó. Elizabeth se sintió más rota.
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Gilbert entró a la oficina. Víctor trataba de consolarla.
—Llegué, señorita —dijo con voz tranquila.
El corazón de Elizabeth dio un brinco, como si algo dentro de ella quisiera huir.
—Gilbert —se levantó y lo abrazó con fuerza. Él la rodeó con los brazos, acariciando su cabello con ternura.
Víctor observaba. Notó una familiaridad entre ellos que Elizabeth no compartía con nadie más, y definitivamente no con ese hombre llamado Lucifer.
Víctor pensaba que llamarse así era ridículo. Como católico, consideraba ese nombre una blasfemia. Creía que debía ser como el Arcángel Miguel, alguien que destruyera al demonio para ganarse el corazón de Elizabeth. No por maldad... por celos.
Pero ahora… incluso Gilbert mostraba más devoción que Lucifer. Y ella lo aceptaba.
—¿Qué haré? —sollozó Elizabeth—. No es solo Marie… es mi imagen… todo está mal. No suelo beber tanto, pero una vez, perdí el control…
—Ely —intervino Víctor—. Puedo investigar eso.
—Gracias, joven —dijo Gilbert sin soltarla—. Lucifer y yo nos encargaremos.
Su voz firme y el latido de su corazón tranquilizaron a Elizabeth. Lloraba menos.
—No debería permitirse que alguien se llame “Lucifer” —dijo Víctor, molesto—. Es el nombre del traidor, del que desafió a Dios.
—¡Basta! —gritó Elizabeth. Sus ojos brillaban de furia—. ¿Hablas así de una persona solo por tus creencias?
—Ely, tú no crees en nada. Ni en Dios ni en el diablo. Pero ese nombre…
Una herida se abrió en su interior. Como sal sobre piel viva.
—Sal, Víctor —se aferró más a Gilbert—. No puedo escucharte ahora.
Víctor la miró durante unos segundos, luego salió con pasos pesados.
Creía lo que le habían enseñado: Dios bueno, diablo malo. Pero ¿quién le había contado la historia completa?
Para Elizabeth, todo pesaba. Estaba rota, destruida, confundida.
—Mi reina —susurró Gilbert—. Todo estará bien. Lucifer lo solucionará.
—Gilbert… no sé qué hacer…
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Marie lloraba mientras empacaba. La puerta se abrió de golpe; la campanita colgada en la perilla tintineó.
—Marie Brown —habló una mujer morena al entrar.
Marie la miró, dolida. Se levantó lentamente.
Dios la miró… y sintió un dolor en el pecho. Inexplicable. Pesado. Humano.
—Dígame, señorita…
—Katherine Tanri.
—Señorita Tanri —repitió con firmeza. Sus ojos eran desafiantes. Extraño… para alguien frente a Dios.
—¿Terminaste?
—Sí.
—No eres expulsada por mala. Al contrario. Eres demasiado importante. Te veré pronto, Marie.
Katherine se marchó rápidamente. Al alejarse, su corazón se sintió… vacío.
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Lucifer irrumpió violentamente en la oficina.
—No creí que llegarías tan rápido —dijo Dios, poniéndose de pie.
Se miraron. Solo ellos dos. Dios y Lucifer, otra vez, cara a cara.
—¿Hace cuántos siglos no estamos tú y yo a solas? —preguntó Lucifer.
—Desde aquel día en el salón.
—El día en que fui desterrado… por amar.
—Lucifer…
—No te preocupes. El dolor sigue. Pero el amor que te tenía… desapareció.
Dios mordió su labio. Nadie lo notó.
—¿Cómo puede desaparecer?
—¿Esperabas que coronara a mi reina mientras seguía atado a ti?
—¿Estoy volviéndome loco?
—¡Estás atacando a mi futura reina!
—¿Acaso te importa Marie?
—¡No! Pero me importa Elizabeth. Tú la pusiste en mi camino. ¿Esperas que vea cómo la destruyes?
—¡Yo soy Dios! ¡Puedo hacer lo que quiera!
Sus palabras pesaban. Ambos, poderosos, hirientes.
—Mi reino necesita una reina. Por eso acepté a Elizabeth. Pero no amaré, nunca más.
—Lucifer…
Él se dio la vuelta y se marchó. Ambos quedaron con el corazón herido.