Mi nombre es Elizabeth Aminta Rey, que significa: “Promesa de Dios que protege el amor.” Tal vez fue una burla del universo que mis padres me pusieran un nombre que hablaba sobre mi destino. ¿Cómo podrían saber ellos que solo eran herramientas en mi cruel vida?
El día en que nací fue a la vez triste y feliz. Era la segunda hija de ese matrimonio: un hombre llamado Noel y su amada mujer Carole. Tal vez también tenía que ver que ya tenían una hija, amada como la misma luz: Jeneth. Sus ojos verdes combinaban con los de su padre, su cabello castaño y aquel porte de princesa para su corta edad la hacían parecer una pequeña reina.
---
—Es muy bonita —dijo Carole, con los ojos hundidos por el cansancio y el dolor.
—Se parece mucho a ti —la voz dulce de su padre intentaba aligerar las lágrimas de la madre.
—Yo… —comenzó Carole, pero fue interrumpida.
—Queríamos un niño —dijo Noel, con los ojos fijos en su mujer—. Pero esta niña también es nuestro tesoro.
Jeneth entró brincando y riendo.
—¡Quiero ver a mi hermano! —gritaba frenética, lo que hizo llorar a la bebé. Pero su madre la arrulló con amor.
—Calma, calma, mamá está aquí. Mira —dijo a la niña mayor—. Ella es tu hermana.
—¿Cómo deberíamos llamar a este tesoro? —la voz cálida de Noel calmaba a Carole.
—Si no tuvimos a nuestro hijo, es porque Dios así lo decidió. Él es sabio y su amor es infinito —Carole miraba a la niña con ternura, como si olvidara el dolor de hace unos minutos.
—Lilibeth —susurró Jeneth, como si ya supiera el nombre de la bebé.
—Promesa de Dios —pronunció Noel.
—Tal vez suene mejor Elizabeth —dijo la madre, mirando a la niña en sus brazos, que ahora estaba acurrucada—. ¿Qué dices, Elizabeth? —acarició su pequeña cabeza—. ¿Te gusta?
Elizabeth se acurrucó en su madre mientras movía los labios.
—Una niña que solo vino a traer más felicidad, estoy seguro.
—Lilibeth —repitió Jeneth, como en trance, como si lo tuviera marcado en la frente.
—Sí, querida —cantó su madre—. Puedes llamarla Lilibeth si así lo quieres.
Jeneth sonrió y acarició con su pequeña manita la de Elizabeth, mientras su mirada se perdía en los ojos avellana de la bebé, que deslumbraban.
Rápidamente se adaptaron a la niña, criándola con amor y devoción, sin miedo ni dolor en sus corazones. Parecía que ya no deseaban más hijos; Elizabeth llenaba todos los espacios vacíos de su amor.
—¡Aminta! —entró Noel golpeando la puerta con fuerza, haciendo llorar a la bebé, que estaba en brazos de su hermana pequeña.
—¿Qué pasa, querido? —la voz dulce de Carole resonó en la casa mientras la niña de cinco años intentaba calmar a la pequeña Elizabeth, de cuatro meses.
—¡Elizabeth Aminta! Ese es el nombre que debería tener nuestra querida hija.
—¿Aminta? —cuestionó Carole, guiando su mirada hacia los ojos de la pequeña, que lloraba.
—La que protege el amor —pronunció Noel.
Pensó un momento, observando cómo la niña parecía calmar a su hermana.
—Creo que me gusta —dijo finalmente, mirando a su esposo.
---
Los meses pasaron como un rayo, pero no cambié mucho la rutina; solo el amor entre Jeneth y yo crecía.
Así llegó ese fatídico día, en el que ni el sol más ardiente volvería a calentar mi corazón ni el de Jeneth.
La noche se acercaba. Las luces del vehículo iluminaban la carretera mojada por la lluvia.
—Cariño —la voz de Carole llegaba desde el asiento del copiloto, mientras pelaba una mandarina cuyo aroma inundaba el auto—. Estamos por llegar a las curvas —su tono suave calmaba el ambiente, como el canto de una sirena, tranquilo y dominador a la vez. —Baja un poco la velocidad —pasó la mandarina a la mano de Jeneth, que la tomó y partió; nuevamente, un dolor sutil invadió su corazón. Le dio la mitad a su pequeña hermana y comenzó a comerla.
Elizabeth comía despreocupada, saboreando la mandarina mientras escuchaba la voz de su madre. Aunque al principio parecía alegre, poco a poco su tono comenzó a cambiar.
—Noel, por favor… un poco más lento —repitió Carole, con la voz cada vez más acelerada.
—No te asustes —la voz de su padre sonaba alterada y preocupada, aunque trataba de mantenerse serena.
Jeneth empezó a sentir miedo. Ajustó su cinturón y llevó su mano a la silla de su hermana, apretándola con fuerza mientras temblaba.
—¿¡Estás hablando en serio!? —gritó Carole, alarmada. Elizabeth, asustada, dejó caer la mandarina. —¡Baja la velocidad!
—No tengo frenos —susurró Noel con miedo, intentando mantener la calma—. Estoy tratando de disminuir, ya no estoy acelerando.
El rostro de Carole se volvió pálido. Su corazón latía con fuerza, tan rápido que casi lo sentía en la boca.
—No… —dijo, deteniéndose mientras intentaba procesar la situación.
—¡Mamá! —la voz de Jeneth se volvió grave y desesperada. Su llanto alteró aún más a la bebé, que comenzó a llorar desconsoladamente. —¡¿Qué está pasando?! —Los gritos y llantos llenaban el vehículo.
—¡Basta! —vociferó Noel por primera vez, mirando a la niña durante cinco segundos, tal vez contados. Luego volvió la mirada al frente y solo vio las luces del otro auto. Un zumbido, y todo se volvió blanco.
Jeneth no podía moverse. Solo escuchaba los llantos lejanos de Elizabeth. Intentaba abrir los ojos, pero algo parecía aplastarla, impidiéndole respirar. Los sollozos de Elizabeth se hacían cada vez más cercanos, más claros, más aterradores.
—¡Mamá! —gritaba, entre llantos—. ¡Papá!
—Lilibeth… —susurró la mayor, con la voz rota y los ojos llenos de lágrimas—. ¡Lilibeth! —exclamó, temblando mientras se armaba de valor y salió del auto—. ¡Lilibeth!