—No conozco a Satán, pero tampoco a Lucifer.
Elizabeth se quedó en silencio, el corazón golpeando con furia dentro de su pecho. Sus manos temblaban mientras sus ojos se encontraban con los de Lucifer. Había amor en ellos, un amor tan grande que dolía, pero también la certeza de que ese amor era imposible.
—Lucifer… —su voz se quebró al pronunciar su nombre— Lo que siento por ti no se puede borrar, pero tampoco puedo permitir que Marie viva en medio de tu mundo… de este destino que te sigue.
Lucifer dio un paso hacia ella, la desesperación encendiéndose en su mirada.
—No me digas eso… —susurró con la voz rota— No puedes apartarme, no después de todo lo que hemos pasado.
Elizabeth negó con lágrimas desbordando.
—Te amo… —confesó con un grito ahogado— ¡Te amo más de lo que puedo soportar! Pero por el bien de Marie, no quiero volver a verte jamás. Ella merece paz… merece una vida distinta a la oscuridad que te rodea.
Las palabras atravesaron a Lucifer como dagas. Extendió la mano hacia ella, pero Elizabeth retrocedió, temblando, sosteniendo a la pequeña como si en ese gesto encontrara la fuerza para resistir.
—Elizabeth… —pronunció su nombre con la voz hecha pedazos— No me hagas esto…
Ella cerró los ojos, las lágrimas rodando lentamente, tratando de esconderlas.
—Este es nuestro final, Lucifer. Desde este momento, tú y yo tomaremos caminos separados. No habrá regreso, no habrá mañana. Nunca volveremos a vernos.
El silencio cayó como un manto helado. Lucifer bajó la mano lentamente, derrotado, con la mirada empañada por un dolor que jamás había sentido. Elizabeth, entre sollozos, se giró.
—Por cierto —trató de controlar la voz— Aunque quiero a Gilbert… una vez que me despida de él, también llévatelo. No quiero nada que sea infernal. A partir de hoy, solo seremos Marie y yo.
Lucifer quedó solo, hundido en la penumbra de la sala, con un vacío en el pecho tan profundo que ni el infierno mismo podría llenarlo.
Y así, con un adiós sin retorno, dos almas destinadas a amarse quedaron quebradas para siempre.
Elizabeth estaba frente a la puerta de su habitación; sus piernas temblaban, pero no entró. Miró hacia aquella otra estancia y caminó hacia ella; dio un largo suspiro antes de cruzar.
—Mi reina —se levantó Astaroth de la silla junto a la cama y miró a Gilbert, quien aún estaba allí, sin reaccionar.
Ella no habló. Se acercó al pelirrojo, tomó su mano y llevó su rostro hacia su oído.
—Mi deseo —comenzó ella—: única orden, recupera tus recuerdos, Gilbert; sea cual sea tu nombre, hoy solo quiero que vuelvas a ser tú mismo. Libera tus cadenas de Lucifer y, como yo… sé libre. Libre de decidir, de hablar; rebélate y ama. —Le dio una mirada triste y un suave beso en la mejilla.
—Mi reina —trató de llamar su atención aquel de cabello violeta— Sé lo que piensa; mi deber es… —La mirada de Elizabeth lo detuvo y suspiró.
—Cállate —ordenó Elizabeth— Marie es mi hija; la crié desde bebé y, por ella —su corazón se apretó de dolor— destrozaría el mundo. Aunque solo debo alejar a Lucifer, Marie ahora está traumada por un demonio que no midió las consecuencias; al final era su progenitor, aquel hombre tan cruel que violó a su madre y la hizo sufrir solo con su recuerdo —Su corazón se rompió— Por ella, ya no veré a Lucifer, ni a Gilbert, ni a ninguno de ustedes. Ahora váyanse y jamás regresen; no quiero que vuelvan.
Caminó apresurada hacia su habitación con la mirada de Astaroth pegada a su espalda hasta desaparecer. Aquel de violeta miró al pelirrojo con dolor y tomó su mano.
—Peleo por ti —susurró y desapareció sin llevarse a Gilbert.
Ahora, Elizabeth, en su habitación, comenzó a llorar mientras su cuerpo se deslizaba al suelo. Sabía que estaba poniendo su libertad por encima de su amor, pero también que su amor más importante era esa niña frente a ella.
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Lucifer apareció junto a Gilbert y desapareció llevándolo al castillo en el infierno.
—Satán —habló con burla Belcebú, aún mostrando el dolor de la batalla y recargándose de forma amenazante hacia Belial— Parece que al final teníamos razón.
—Te dejó esa basura humana; no era más que una perra —se burló Belial— Al final, ¿a cuántas has dejado tú, destino? —su tono fue despreciativo.
Lucifer no mostró expresión alguna, aunque las palabras fueran verdad.
—Tal vez —habló Leviatán desde la puerta mientras Lucifer tocaba al pelirrojo para despertarlo— Debería hacerle un hermano a esa mocosa —Su sonrisa se volvió sádica— Si Elizabeth ya no es tu destino, podría intentarlo.
Eso fue el límite para Lucifer; no dudó en abalanzarse como neblina sobre Leviatán.
—¡Cierra esa asquerosa boca, maldito perro! —rugió— ¿No eres más que un maldito perro en celo? ¿Te atreves a hablar así de la mujer que está destinada a ser tu reina?
Leviatán sonrió y, con un empujón, atravesó la pared.
—Sí —comenzó aquel demonio que no se contenía—— Pero ahora que te dejó, ese destino está cerrado.
—Basta, Leviatán —interrumpió el demonio más pequeño— Estás cruzando un territorio peligroso —Astaroth, como mediador, siempre fue importante; siempre decía estar a favor de todos— La señora Elizabeth solo se alejó de nuestro rey por amor a su hija adoptiva; eso no significa que deje de amar a nuestro rey. Sigue siendo nuestro hermano.
—Cállate, Astaroth —replicó Belcebú, sujetando su vientre— Tú también estás dispuesto a matar a Satán si puedes. ¿Te recuerdo todo lo que has hecho intentando matarlo?
Por un momento Astaroth se quedó quieto y luego miró a Lucifer, aquellos ojos que mostraban dolor. Su mirada se clavó en un cuadro abstracto.
—Si yo muero… todo estará perdido —dijo la voz del rey, cansada; luego, con furia creciente— La próxima vez ¡los voy a matar a todos! —Lucifer salió de la habitación, dejando a los príncipes allí, uno tras otro.