Casi dos años más tarde
Marie corrió directo hacia Elizabeth al salir de ese colegio donde había cursado su último año.
Elizabeth, con el cabello más largo, tenía los ojos de un hermoso color avellana, llenos de vida. La suavidad de sus labios y el brillo de su piel canela la hacían ver radiante.
Abrazó a la niña, y un destello en su dedo anular llamó la atención de todos: brillaba como una estrella que exigía atención, aquel diamante de compromiso.
—Mamá —llamó Marie con una sonrisa—, ¿cómo está Nathaniel? —Se acomodó mientras ambas caminaban al auto—. ¿Vendrá a comer hoy?
—Umh… bueno, lo invité, pero dijo que no sabía aún; que tenía que resolver un problema para que no me afectara a mí.
—Siempre se preocupa mucho por ti, es muy amable —la forma en que se le iluminaron los ojos hizo sonreír a Elizabeth.
—Sí —la ayudó a entrar al auto y abrochó su cinturón—. Preparemos algo rico para comer —cerró la puerta y caminó a su lado.
El auto estaba en marcha, directo a casa, cuando el teléfono sonó de repente. Elizabeth miró de reojo y sonrió al ver el nombre en la pantalla. El teléfono, conectado al altavoz, fue contestado y una voz tranquila resonó.
—Beth, querida —la voz serena del joven la hizo sonreír.
—Hola, saluda a Marie; estamos camino a casa —dijo sin apartar la vista del camino.
—Hola, princesa. ¿Te portaste bien en la escuela? —La voz sonaba feliz de hablar con la niña, y eso hizo sonreír a Marie.
—Lo hice, Nathaniel, siempre lo hago —respondió divertida mientras miraba el móvil en el soporte—. Oye, ven a cenar esta noche con nosotras —su voz se volvió suplicante mientras jugaba con los dedos.
—¿De verdad quieres que vaya, Marie?
—Si no fuera así, no lo pediría —dijo con ironía y burla, lo que hizo sonreír a Elizabeth.
—Creo que no hay mucha opción, Nathaniel —se burló la castaña mientras miraba el camino.
—Vale —suspiró al otro lado del móvil—. Veré qué puedo hacer. Trataré de salir pronto de la oficina e iré directo a casa con tu madre.
—¡Yei! —celebró la menor—. Te estaré esperando.
—Claro, princesa —parecía que se le escapaba una sonrisa.
—Bien, ¿entonces te veré en casa?
—Haré todo lo posible, pero si me aseguran que la comida será preparada por Marie, iré corriendo.
—¡Te prepararé algo delicioso! —subió la voz la rubia.
—Aquí te esperamos, Nathaniel.
—Claro —suspiró contento—. Te quiero —y sin esperar respuesta, colgó.
Elizabeth detuvo el auto al llegar a casa y salió al mismo tiempo que lo hacía Marie.
—Llegamos —anunció.
La querida Eleenor las recibió con una sonrisa cálida y un vaso de jugo de naranja.
—Bienvenidas —dijo la mayor.
—¡Hoy viene Nathaniel! —celebró nuevamente, con euforia, Marie, y salió corriendo hacia su habitación.
La castaña, por otra parte, se dejó caer en el sofá del recibidor. Su rostro ahora se veía cansado, y la mayor la miró con preocupación.
—Señorita Elizabeth, ¿aún no puede dormir?
—No —resopló—. Esos sueños no paran. Ahora escucho el llanto de un niño y también la voz de un joven que me llama pidiendo ayuda —la miró—. Aquel vestido rojo siempre pesa tanto… que siento que me ahogo, y las escaleras parecen infinitas. Por más que bajo, nunca llego al final. —Miró sus manos rojas y marcadas—. Pero el dolor parece real.
—Señorita… —se entristeció la mayor— eso no es normal. Terminará haciéndose daño.
—Pero tampoco puedo ignorarlo.
Eleenor… si estuvieras en mi lugar, ¿serías como yo?
—No lo sé… usted es mucho más valiente que yo.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Elizabeth antes de levantarse, fingiendo tener energía.
—No pensemos cosas tristes. Nathaniel vendrá hoy, debemos preparar todo.
—¿Hay algo que guste prepararle, señorita?
—No lo sé —se levantó, sujetando su cabello en una coleta—. Marie está encargada del menú de hoy, según ella y Nathaniel —sonrió y caminó hacia la cocina—. A Nathaniel le gusta la pasta, así que estoy segura de que eso querrá hacer.
—¡Mamá! —llegó corriendo la niña, ya con un delantal de conejos y dragones—. Tal vez deberíamos hacer spaghetti con queso y filete —decía mientras daba pequeños brincos.
La mayor soltó una risa y ambas asintieron.
Se dirigieron a la cocina y comenzaron a preparar aquella cena.
Elizabeth reía y disfrutaba de ese momento.
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Por otro lado, muy abajo de la tierra, donde la luna no brillaba y el sol no calentaba, donde la lava ardía como hierro y el alma se volvía nada…
Unos pasos resonaban en el eco del castillo. Los tacones firmes suspiraban con fuerza, y el crujir de las maderas calcinadas hacía que aquel violeta suspirara con fastidio.
—Satán —el eco de su voz resonó en la sala del trono.
Satán, con mirada fiera y ojos brillantes, levantó el rostro y chocó con los ojos de Astaroth.
—¿Qué? —arrastró las palabras sin separar los dientes, haciendo que su voz sonara más profunda y cruel, como si rechinara el alma misma.
—Dejaste tu jardín morir, tu castillo se cae en ruinas, Gilbert lleva meses encerrado sin ver la luz. El infierno es un lugar horrible, pero tú has torturado por placer.
—¿¡Y eso qué!? —se exaltó el azabache, levantándose de forma violenta—. ¡Olvidas lo más importante! ¡Soy Satán! —lo miró desafiante mientras se acercaba—. Rey de los infiernos.
—Elizabeth ahora está comprometida —interrumpió Astaroth, haciendo que el dolor llegara de golpe a Lucifer—.
Ese muchacho… es como tú. Es igual a ti. Casi podría ser tu hijo… —hizo una pausa, observando el rostro de Lucifer— o tu hermano.
La mirada de Satán pesaba.
Entonces, con furia, golpeó el rostro de Astaroth, haciéndolo caer.
—Vete —ordenó con voz grave—. Ahora.
Astaroth, sorprendido y aún en el suelo, solo suspiró resignado.
—Bien —murmuró. Se levantó y salió.
—Parece que no puedes detenerlo —una voz amorosa llegó a él.