—¿Por qué no me dijiste que Elizabeth era la reencarnación de un amor que ni siquiera se supone que existiera? —cuestionó Lucifer mientras tomaba asiento en el trono, su voz grave resonando como un retumbo antiguo.
Dios guardó silencio.
—Interesante —sonrió Belcebú al entrar en la sala, cruzando los brazos con aire arrogante—. La mujer que cautivó a Lucifer no es solo una humana… es casi divina.
Dios dirigió su mirada hacia él y luego a Lucifer, con visible incomodidad.
—Si te lo hubiera dicho —respondió con voz queda—, ¿la habrías aceptado? Elizabeth solo es portadora de un sentimiento.
Lucifer entrecerró los ojos.
—Ella decía amarme a solo unos pocos meses de conocerme… y aun así, me dejó ir.
—Al principio —dijo Dios con un suspiro doloroso— solo era mi amor… gritando tu nombre a través de ella.
Para entonces, no solo estaba Belcebú en el lugar.
Belial y Leviatán habían llegado, apoyándose en los pilares, ambos mostrando sonrisas burlonas.
—Así que, antes de la creación —escupió Belial, acercándose a Dios con desprecio—, nuestro “benevolente y supremo” Dios se enamoró de Lucifer.
Dios bajó la mirada.
—Creía que eras perfecto —continuó Belial, con veneno en la voz—. Y aun así dijiste: “El amor no es digno de lo celestial.” —Repitió la frase lentamente, como recordándosela al mundo— La misma frase que te rompió a ti —miró a Lucifer— y que me rompió a mí… cuando mi amor fue transformado en odio por tu juicio.
Lucifer tensó la mandíbula.
Belial, por primera vez en mucho tiempo, parecía hablar desde una herida real.
Dios mordió su labio, incapaz de ocultar ya el temblor que recorría su cuerpo diminuto.
—Habla —exigió Lucifer, poniéndose de pie con fiereza—. ¡Habla de una puta vez!
La sala entera vibró.
Los demonios callaron.
Incluso el aire pareció contener la respiración.
Dios levantó la mirada lentamente. No había divinidad en sus ojos. Solo un dolor antiguo y humano.
—Porque… —tragó saliva, su voz casi inaudible— si lo aceptabas… si sabías que el amor en Elizabeth provenía de mí… —se detuvo, cerrando los ojos un instante —ella jamás habría tenido una oportunidad real contigo.
Lucifer parpadeó, confundido.
—Yo no quería… —prosiguió Dios, luchando contra su propia voz— que la vieras como mi sombra. Ni como mi recuerdo. Ni como un eco de un amor que yo… no debía sentir.
De pronto, Leviatán soltó una carcajada ahogada.
—Entonces lo admites —sonrió con crueldad— La amoldaste. La diseñaste. La creaste para que llevara tu amor hacia él… ¿y aun así la condenaste a sufrirlo?
Dios cerró los puños.
—No quería que nadie lo supiera —susurró—. Ni tú, Lucifer… ni Elizabeth. —Su voz se quebró—. Ni siquiera yo quería recordarlo.
Belcebú se acercó, ladeando la cabeza.
—¿Y ese amor…? —preguntó con falsa inocencia—. ¿Aún vive?
Lucifer clavó la mirada en Dios, esperando.
Dios tragó saliva, Y cuando habló, lo hizo con un temblor que resonó desde lo más profundo del antiguo cielo:
—Mi amor ya no me pertenece… —lo miró directamente— Lo tiene Elizabeth.
Un silencio brutal cayó sobre la sala. Lucifer no respiró. Belial apretó los dientes, recordando su propia caída.
Y por primera vez, Dios retrocedió un paso, como si temiera la respuesta de aquel a quien había amado.
—Ahora habla tú, Lucifer —susurró Dios— ¿A quién amas tú?
La sala entera quedó suspendida en ese momento.
Lucifer sonrió, una mueca tan profunda que incluso el aire del jardín pareció estremecerse. Miró hacia ese lugar que alguna vez estuvo lleno de vida: el canto eterno que solía envolverlo, las flores que murieron lentamente cuando Elizabeth decidió alejarse. Todo aquello que había sido hermoso se había marchitado con ella.
—Pasé mi existencia entera creyendo que tu amor era suficiente —dijo con voz grave—. Que ser tu primogénito, tu ángel perfecto y, después, el rey del infierno… era mi destino inevitable.
Belcebú lo observó con desdén, aunque incluso él parecía contener el aliento.
—Siempre pensé que nadie podría decirme qué hacer o cómo hacerlo —continuó Lucifer, girando su mirada hacia Dios—. Pero cuando te miraba… oh~, cuando te miraba, sentía que mi existencia tenía un propósito. —Llevó su mano a su larga cabellera negra y la peinó con los dedos—. Y tú volviste mis alas y mi cabello tan oscuros como un pecado que nunca cometí.
Belial, desde donde estaba, sintió un peso en el pecho. Por primera vez en siglos, comprendió que Lucifer no era más que un reflejo de sí mismo: ambos víctimas de un amor prohibido, ambos castigados de maneras distintas. Él había visto cómo Dios borraba de la existencia al ser que amaba; Lucifer fue arrojado al infierno y condenado a cargar con un odio que nunca pidió. Y en ese instante, su propio sufrimiento empezó a subir a la superficie como lava antigua.
Lucifer dio un paso hacia Dios, sus ojos ardiendo con esa mezcla eterna de dolor y desafío.
—Tú condenaste el amor puro que yo creé —escupió—. Me desterraste, me convertiste en el villano de tu historia, en el monstruo útil para justificar cada uno de tus errores.
—Basta —interrumpió Dios. Su voz se quebró ligeramente—. Solo dímelo, Lucifer.
Lucifer ladeó el rostro, estudiándolo con una calma que era más peligrosa que cualquier furia.
—Creí amar a Elizabeth —respondió, y su tono se volvió frío, casi vacío—. Pero ahora… ahora solo siento que todo esto fue una obra de teatro. Una puesta en escena para tu entretenimiento. Un ciclo eterno donde nosotros sufrimos y tú observas.
Hubo un silencio denso.
El jardín, ese lugar que alguna vez vibró con la vida de las flores más hermosas, estaba muerto.
Y por primera vez, Dios bajó la mirada.
—El amor es dolor en todas sus expresiones —el sonido de unos pasos resonó a lo largo del pasillo. Lucifer y Dios se miraron por largo tiempo sin voltear hacia el dueño de aquella voz; no hacía falta—. Quema a quien lo siente —añadió Astaroth, con un dolor que impregnó cada sílaba, mientras sus ojos violetas se posaban en la puerta verde.