La bruja de porcelana_inicio

VIII

La taberna se desplomó con un gran estruendo. Sacudió la ciudad y agregó polvo y gritos a la noche. Cyprian apenas se sobresaltó. Esta era una noche oscura y triste. Ya casi nada podía alterarlo, no después de haber visto nueve lugares consumidos por la tragedia.

Cyprian era el jefe de los guardias, un hombre de gran reputación. Durante los años Magics mantuvo a la ciudad a salvo. Se ganó su lugar después de haber descubierto a un grupo de brujos oscuros en la frontera. Su superior no le había creído, pero ignorando sus órdenes, él les atacó con la ballesta. No tardaron nada en rebelarse e intentar matarlos.

El guardia dejó de hablar con uno de los testigos y con gran ceremonia se dirigió hacia la taberna. Podía oler la ceniza y algo más, ese característico olor metálico pestilente. Era como oxidado y podrido. Difícil de describir, pero fácil de detectar, al menos para él. Desde que atendió el primer accidente lo sabía. Un Magic o varios estaban en la ciudad y no se le escaparían.

Cuando llegó, sus hombres ya estaban ayudando. Quitando escombros, sacando cuerpos. La cadena de voluntarios ayudaba a trasladar a los heridos, otros se dedicaban a tapar los cadáveres. Cyprian ni quería imaginarse cuantos estarían ya muertos. Sería mejor que el sacerdote comenzara a preparar los discursos y las tumbas. Era un desastre.

Fuego por todas partes, casas ardiendo, mujeres gritando. Todos contando relatos extraños. Diciendo que anillos o cadenas explotaron, incluso espejos. Algunos desafortunados se habían quemado con eso puesto.

Al acercarse lo suficiente distinguió a un hombre gordo y herido que se sujetaba la cabeza. Frente a él, los últimos restos humeantes se extinguían. Una joven rubia se abrazaba a él, llorando y de vez en cuando mirando las cenizas. El hombre estaba estupefacto y solo de vez en cuando maldecía. Cyprian se paró a su lado. Contempló en silencio las ruinas del lugar. Otros inocentes que lo perdían todo.

—Todo mi trabajo —gimió el hombre dándole la razón.

Cyprian no quería parecer indiferente, pero no tenía tiempo para consolarlo. Necesitaba información para poder redactar lo sucedido. De otra manera, no llegaría la ayuda del gobierno. Cuando comenzó a hablar, la chica reaccionó asustándose y apartándose un poco. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar. El hombre apenas lo miró, en sus ojos brillaba la desesperanza.

—Saben, ¿cómo empezó?

—No —murmuró la chica, abrazándose a sí misma y acercándose más a las ruinas.

—En una de las habitaciones —respondió el tabernero.

—¿Algún objeto en particular?

—No lo sé.

—¿Cuántos han muerto? —interrumpió la joven volteándose a mirarlos.

—Unos ocho. Quizá más —respondió Cyprian.

El rostro de la chica se desfiguró y extraños lamentos salieron de su garganta. Era la última gota que necesitaba para derrumbarse. Media loca se abalanzó a los restos carbonizados y, con las manos desnudas intentó levantarlos. Buscaba entre las cenizas.

—¡Ya está muerto! —gritó el hombre y se abalanzó en un intento por detenerla.

—¿Algún hijo?

—No. Su… pareja.

—Lo lamento, señora.

—Él estaba ahí. Su hermana… él debe estar vivo.

La chica cayó de rodillas y lloró gimiendo cosas inteligibles. El hombre a su lado intentó arrastrarla. Cyprian no podía hacer nada y decidió mejor alejarse. Era más útil si buscaba a otros testigos. Sin embargo, encontró a uno de los suyos corriendo hacia él.

—Señor… le interesará ver esto.

Su soldado no estaba equivocado. Entre la ceniza y los escombros se encontraban tres personas, aunque solo una de ellas estaba media consciente. Balbuceaba pidiendo piedad. Cyprian reconoció a uno de sus guardias. Sus compañeros lo arrastraron y rápidamente se lo llevaron a la enfermería. Cyprian murmuró una oración para que el joven se recuperara. Sería terrible perder a uno de los suyos.

El otro hombre, por su parte, intentaba proteger un bulto largo y al parecer herido. Se mantenía apenas en pie y tenía sus brazos extendidos en señal de defensa.

—Por favor —dijo mirándole a los ojos.

Era la mirada de un hombre cansado y desesperado. Necesitaba ayuda y por un segundo, el capitán casi aceptó. Sin embargo, su nariz nunca fallaba. Percibió esa pestilencia característica que desvaneció cualquier rastro de compasión o humanidad.

Agarró del hombro al hombre y con toda su fuerza lo tiró al suelo. El otro estaba tan cansado, tan roto que tardó demasiado en reaccionar. Para entonces, Cyprian estaba sobre el bulto.

Comenzó dándole puntapié para girarlo. Solo un quejido adolorido le respondió. Un poco de piel blanca asomó entre la tela. La luna parecía destacar su palidez. Con asco se agachó y buscó entre la capa. No tardó en sentir cabello reseco. Sin ningún tipo de cuidado lo levantó y le dio la vuelta. La ceniza había pintado de negro su rostro, pero no había ocultado sus tatuajes. Brillaban azules bajo el cielo nocturno. Ahí estaba el origen de todo: una bruja del Caos.

En cuanto la alzó, la bruja intentó abrir los ojos. Cyprian se asustó tanto que la arrojó al suelo. Quiso gritar. Esa cosa destilaba pestilencia y maldición. Tenía tanto miedo que necesito varios minutos para controlarse. Entonces escuchó los gritos del defensor.




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