La bruja de porcelana_inicio

XI

Emil tardó más de lo debido en llegar al calabozo. Su cabeza todavía dolía y caminaba confundiendo las calles y las direcciones. En su bolsillo llevaba varios frascos de medicina robados del hospital. Cuando distinguió el edificio pequeño y medio desvencijado supo que había llegado.

Las celdas se encontraban en la parte más profunda del edificio. Los guardias y varios compañeros llegaban a descansar o a dar informes. Ese edificio estaba lejos de la oficina central del capitán donde habían encerrado a la bruja.

Emil había ido pocas veces a las celdas y las recordaba repletas de prisioneros. Según le dijeron separaban a los ladrones de los asesinos y de los borrachos. Los borrachos eran los únicos que salían de ahí. El resto era colgado o torturado el sábado. Ese día era espantoso, lleno de sangre y gritos, siempre sacaba lo peor de la gente.

Cuando descendió las pequeñas gradas escuchó los ronquidos graves de un hombre. En un principio, pensó que se trataba de algún prisionero, pero cuando descendió lo suficiente, distinguió a un hombre fuerte y barbón sobre la mesa.

Sus ronquidos eran tan fuertes que movían de un lado para el otro las llaves colgadas. Debía estar un buen rato dormido porque no sintió sus pisadas, ni tampoco se percató de su presencia. Emil pensó en dejarlo dormir y simplemente tomar las llaves, sin embargo, debía tener como veinte y podía verse mal. Era mejor hacer las cosas bien.

—Buenas noches —saludó Emil para llamar su atención.

El hombre gimoteó un lamento y roncó un poco más. Emil se aclaró la garganta y volvió a pronunciar el saludo. Esta vez su voz fue lo suficientemente potente como para despertarlo. El hombre abrió los ojos y le dirigió una mirada amenazadora. Al parecer había interrumpido algún agradable sueño.

—¿Qué quieres? —ladró pasándose una mano sucia por su cara adormilada.

—Necesito ver a un prisionero.

—¡Felicitaciones! Ahí tienes a varios —replicó el guardia, burlándose y señalando las celdas. Emil distinguió unas tres o cuatro sombras tras la puerta.

—Quiero ver al cómplice de la bruja.

Eso atrajo la atención del carcelero que se puso en pie. Cualquier rastro de somnolencia desapareció.

—¿Quién eres?

—Soy un guardia. Me llamo Emil.

—¿Y?

—Quiero escuchar lo que tiene que decir.

—¿Escuchar? No me hagas reír, niño y mejor vete a casa.

El carcelero consideró que Emil no era de temer, así que volvió a acomodarse sobre la mesa. Emil se quedó de pie. No pensaba irse tan fácil.

—¿Dónde está?

—Vete y no lo repetiré.

—Yo tampoco.

Cuando sintió las manos del carcelero en su camisa, supo que se había pasado de la raya. Se imaginó golpeando el suelo muy pronto y ya lamentaba golpearse la cabeza. No quería que el horrible dolor se emporara. Antes de verse lanzado, apareció otro guardia que detuvo toda la escena. Su ángel de la guardia obligó a que él lo soltara. Claro que cayó, pero afortunadamente no se golpeó la cabeza.

—Ten cuidado con este —dijo un poco antes de desaparecer por las escaleras.

El otro guardia pasó de largo a Emil y se sentó tras la mesa. Tenía una expresión aburrida e indiferente. Cuando Emil se puso de pie consideró digno dirigirle la palabra.

—¿Qué quieres? —preguntó

—Solo hablar con un prisionero.

—Deja tus armas —ordenó y dio unas palmaditas en la mesa.

Tras una inspección detallada, el guardia decidió que no era peligroso y le abrió la puerta. Mientras tanto, Emil sacó una de las ampolletas de medicamento y se la tragó. Tenía diez minutos para ver a quien fuera.

Emil estuvo tonteando algunos minutos. Yendo de un lado al otro, intentando reconocer al hombre. Era difícil, no solo por la oscuridad, sino por la cantidad de prisioneros sucios que se amontonaban. La mayoría se mostraba hostil y proferían algún insulto o escupitajo. Otros apenas abrían los ojos y preferían permanecer tumbados. A todos ellos Emil les preguntaba sobre la chica. Sus respuestas variaban entre lo soez y la vergüenza. Así llegó hasta la última celda.

Era un lugar húmedo que olía más feo de lo normal. El suelo estaba cubierto de alguna clase de líquido que parecía sangre. El prisionero estaba solo y postrado contra el muro. Su respiración era quejumbrosa. Cuando lo alumbró, se dio cuenta que el hombre se sujetaba el brazo e intentaba encogerse. Su rostro permanecía oculto en la sombra, pero a Emil le sonó familiar.

—¿Conoces a la chica? —preguntó.

La sombra se movió y giró la cabeza. Sus ojos se entrecerraron por la luz y permaneció algo de tiempo en el suelo.

—¿Qué quieres? —dijo

—Saber, si conoces a la chica.

—¿Qué chica?

—La bruja.

Esa sola palabra hizo que saltara. Lanzó un grito casi animal y se abalanzó como pudo hacia los barrotes. Su cuerpo medio se levantó y después cayó de rodillas. En cuanto su brazo hizo contacto con el suelo gritó de dolor. Tardó varios minutos en volver a recomponerse y mirarle enfadado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.