La bruja de porcelana_inicio

XIII

Emil se había acostumbrado a salir sonriente y emocionado de su casa. Siempre que se iba a hacer guardias representaba una nueva aventura. No le importaba que después llegara cansado, siempre se sentía bien. Hoy era diferente. Le costaba moverse por la casa, abriendo cajones, guardando ropa y vaciando su cofre. Hoy, se sentía como una verdadera despedida.

Su madre le seguía por todas partes con miles de preguntas que él apenas podía contestar. Cada respuesta a medias la volvía más nerviosa. Cada vez que Emil notaba ese cambio en su tono de voz o ese microgesto en su rostro, se preguntaba si valía la pena. No quería traerle más sufrimiento. Terminó de guardar las últimas cosas y al darse la vuelta se encontró con su madre plantada en el umbral.

—¿Cuándo volverás? —preguntó cruzada de brazos.

Se le notaba determinada a obtener una respuesta. Ella no quería que él se enlistara, ni que siguiera el camino de Conrad. “Ya perdí un hijo” decía “No quiero perder a otro”. Emil lo entendía y se había negado a prometerle que todo estaría bien. Sin embargo, Dios le había mostrado que no tenía otro destino. Lo había sabido desde que era muy pequeño.

La pregunta de su madre lo congeló. No quería mentirle, tampoco romperle el corazón. Le costó muchísimo mirarle a los ojos. Su madre, ahora se agarraba las manos, retorciendo sus finos dedos e intentando fingir una sonrisa.

Emil rompió la distancia y la tomó de las manos.

—No lo sé. Es una misión especial.

—Eres muy joven.

—Conrad también lo era.

Su madre apartó la mirada y volteó su rostro. Habían pasado muchos años desde su muerte y aun así, con solo escuchar su nombre, se desequilibraba.

—No quiero que vayas.

—No puedo desistir. Ma, mírame.

Sus ojos castaños se clavaron en él. Estaban apagados, renuentes a dejarlo ir. Sus manos le sujetaban sus antebrazos como si intentaran retenerlo.

—Hay alguien que me necesita. No puedo dejarla. No puedo ignorar su dolor.

—¿Qué hay del mío? Tuve dos hijos y Dios ya me quitó uno, ¿no puedo quedarme contigo?

Emil respiró profundo, dejando que su madre acariciara su cabello. Ella le había cambiado la venda y le había puesto algún mejunje que le calmó un poco el dolor. Le quedaban como tres ampolletas de medicamento y entonces… Emil esperaba que la bruja le ayudara.

—Me cuidaré y con un poco de suerte volveré a ti.

Ella no parecía convencida, continuaba agarrándole con fuerza, rogándole que no lo hiciera.

—Es todo lo que puedo prometer. Lo lamento.

Tardó un poco en aceptarlo, pero al fin asintió. Le soltó y se escabulló en su dormitorio. Emil se quedó mirando sus pocas cosas. No sabía cuánto tiempo estaría afuera y sospechaba que necesitaría más de lo que tenía, pero no podía llevar nada más pesado. Hizo un último inventario, sacó algunas cosas y procuró llevarse solo lo esencial.

Antes de irse su madre le detuvo. Emil iba a rogarle que no lo hiciera, que no luchara por detenerlo, pero ella le mostró algo más. En sus manos tenía un pequeño amuleto. Era de color verde cobre y tenía la forma de un cofre. Era una reliquia familiar. Se suponía que protegía de demonios y criaturas del mal. Su hermano había muerto con eso.

—Tómalo —dijo su madre entregándoselo —. A tu hermano no le protegió del mal, pero él fue vencido por hombres. Yo presiento que…—. Respiró profundo para ganar fuerzas y continuó —. Presiento que te enfrentarás a verdaderos demonios.

Emil no contestó. Miró largamente al amuleto y lo sujetó entre sus dedos. Se sentía pesado como si cargara con todas las bendiciones de la familia. Como despedida, le dio un beso en la frente a su madre y salió de la casa.

Afuera el cielo se iluminaba por las estrellas. Todo lo opuesto al día de la explosión. Emil decidió pensar que era símbolo de buena suerte. Se colgó el dije que le dio su madre y rezó a su Dios para que le diera suerte, pero sobre todo que le permitiera honrar a su hermano.

El camino fue tranquilo, llegó al callejón acordado y se encontró con Sabina. La chica llevaba su capa de viaje cubriendo su cabeza. Se le notaba nerviosa tanto en su forma de hablar como en su forma de moverse. No parecía poder quedarse quieta.

—¿Estás seguro de que esto funcionará?

Claro que Emil no estaba seguro. Se pasó un dedo por el talismán y volvió a rezar en silencio. Habían repasado hasta el cansancio el plan y confiaba en Rob para cualquier contingencia. Sin embargo, con tantas variables nunca se podía estar confiado.

—¿Recuerdas el plan?

Sabina torció los labios y lanzó una expresión poco digna de una dama, recalcándole que podía decirlo hasta dormida.

—Bien. Entonces en diez minutos. Ni más ni menos.

Se despidieron con un asentimiento de cabeza y un “buena suerte”. Emil se dirigió a la bodega. Un lugar lúgubre poco resguardado en la punta de la ciudad. La mayoría de las personas pensaban que era para almacenar granos, pero no podía ser más alejado de la verdad.

Mientras caminaba Emil repasó el plan en su mente. La caminata fue corta, pero le permitió estirar sus músculos y prepararse para la carrera posterior.




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