La bruja de porcelana_inicio

XV

Cuando la distracción explotó, Sabina tuvo que esforzarse para no gritar. Las luces de colores bombardeaban el cielo de manera tan brusca que parecía el fin del mundo. La gente salía adormilada de sus casas y muchas otras sucumbían al pánico. Niños llorando, columnas de humo y personas desorientadas era el ambiente que predominaba.

Sabina se apretujó contra la pared y se obligó a contar hasta diez. Su corazón golpeaba en su pecho y sus oídos pifiaban. Su respiración era apresurada y tardó mucho en calmarla. Le ayudó contar los guardias que abandonaban el edificio. Al principio, salieron uno o dos confundidos, pero después eran repletas unidades. Marchaban al unísono guiadas por las columnas de humo y las personas que pedían ayuda. Nadie le vio. Emil había sido inteligente en ponerlas lejos de su callejón.

Cuando dejaron de salir, Sabina supuso que estaba a salvo. Corrió hacia la entrada principal y la abrió con cuidado. Metió ligeramente la cabeza y al reconocer a Rob, ingresó con seguridad.

Era el único dentro. Cuando le vio, le hizo una señal de que permaneciera en silencio. Le llevó a una esquina y se inclinó para susurrar.

—Quedó solo un guardia —dijo señalando a las escaleras que descendían hacia el calabozo.

—¿No salió?

—Se ha negado. ¿Crees que puedas con él?

—¿Yo?

Rob era más fuerte y con más experiencia en la lucha. Ella no solo no era musculosa, sino que, durante las peleas, prefería romper botellas en las cabezas, en lugar de dar puñetazos y ahí, no había ninguna botella.

—No puede verme —añadió Rob encogiéndose de hombros —. Tampoco vamos a matarlo.

Cuando Emil le dijo que su amigo, podría estar un poco limitado, Sabina no creyó que tanto. Estaba consciente de que el joven mantenía a su familia y que su trabajo era demasiado preciado. Sabina miró a la oscuridad y consideró sus opciones.

—¿Es muy grande?

Rob torció la boca y sus mejillas se sonrojaron. No tenía que responder.

—Es un poco lento.

—¿Poco?

—Bien, lento para ser guardia.

—¡Demonios! —exclamó Sabina.

Era imposible creer que ella le ganaría. Tenía que usar la sorpresa. Tanteó en su bolsillo y sintió la fría jeringa. Quería usarla solo en caso de emergencia. Después de todo, estaba hecha con el medicamento de Emil. Miró atrás y luego a la oscuridad. El tiempo estaba contado. Tenía que hacer algo sin importar que tan alocado sea.

—¿Le caes bien? —preguntó. Una idea se le estaba formando y dependía de Rob.

—Más o menos. ¿Por qué?

—Perfecto —respondió Sabina ignorando la pregunta. Después se preparó. Tronó sus dedos y calentó las rodillas —. ¿Estás listo para gritar?

—¿Gritar?

Sin darle tiempo, Sabina le dio un rodillazo en su ingle. El grito no solo fue natural, sino lleno de dolor.

—Pide ayuda —le ordenó, dándole otra patada.

Rob le miró con ojos vidriosos, pero le hizo caso. Comenzó a gritar pidiendo ayuda. Pegaba alaridos que parecía que de verdad le mataban. Además, añadió la historia de que una loca había entrado armada con un hacha y que lo mataría. Sabina corrió hacia las escaleras y esperó en la entrada.

Rob le ayudó botando todas las cosas que encontraba, desde jarrones a candiles. Durante minutos eternos, solo el sonido del caos llenó la habitación. El guardia no respondía. Sabina comenzó a pensar que su plan había fracasado, pero entonces una sombra se movió.

Era apenas un juego de luz, como una vela que se enciende y se mueve con cada paso. Además, vino acompañado de unos pasos pesados que poco a poco subían las escaleras. No iba muy deprisa y Sabina sentía que el tiempo corría muy lento. Le hubiera encantado saber cuántas escaleras había.

Sostenía en su mano, la pequeña jeringa. Su afilada punta esperaba a la víctima y el sudor de sus manos se volvía cada vez más pegajoso. De pronto, el tiempo despegó, aumentó la velocidad diez mil veces y en un segundo la cabeza del hombre se asomó a la cima. No llevaba casco, pero su cuello estaba protegido por una camisa mal arreglada. Sabina apretó los dientes y se lanzó al ataque.

Empuñó la aguja como un cuchillo y saltó contra el guardia. En su mente era un plan sencillo, solo tenía que clavársela y apretar el émbolo. Emil se lo había enseñado e incluso practicado un par de veces. Claro que Emil era más bajito y considerado. El salto de Sabina quedó a la mitad y el guardia “lento” no resultó serlo. Le tomó de la muñeca y la mandó volando.

El golpe la dejó sin aliento y la hizo perder la jeringa. Escuchó que en algún lugar se rompía e imaginó que el vidrio se esparcía por todas partes. Medio a gatas intentó reincorporarse, pero pronto sintió un dolor agudo en las costillas y después en la cadera. Su cabeza giraba sin control y no podía enfocarse en nada. De alguna forma, terminó arrinconada y con una mano gigante alrededor de su cuello. Intentó clavarle las uñas en los antebrazos y obligarle que la soltara. Nada funcionó.

—Tú no puedes cargar un hacha —murmuró el hombre.

Poco a poco le hacía falta el aire. Sus pulmones ardían y su visión se volvía borrosa. Boqueaba sin éxito y pateaba sin fuerza. Los puntos blancos bailaban frente a ella y después… la soltó. Apenas tuvo tiempo de poner las manos.




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