El orbe flotante se movía delante de Antonio, iluminando los senderos más ocultos del Ávila. Cada paso revelaba secretos del bosque que nunca había visto: raíces que parecían manos, musgo que brillaba con tonos verdes y azules, y árboles que se arqueaban formando arcos como si el bosque mismo quisiera guiarlo.
La sensación de ser observado nunca lo abandonó. Entre los susurros del viento escuchaba voces casi humanas, risas lejanas que desaparecían al girar la cabeza. Cada sombra era una posible amenaza, cada movimiento podía ser la bruja vigilándolo.
Finalmente, llegó a un claro donde el orbe se detuvo sobre un círculo de piedras antiguas. En el centro, un pentagrama de hojas y ramas parecía latir con energía propia. Recordando lo que decía el libro, Antonio colocó sus manos sobre las piedras y pronunció las palabras que le indicaban las páginas.
Una corriente de aire recorrió el lugar y de repente se vio transportado en visión: imágenes de la bruja joven, bailando bajo la luna con otros seres del bosque, enseñando secretos antiguos que conectaban lo humano con lo sobrenatural. Antonio comprendió que la bruja no era solo un espíritu vengativo; era la guardiana de un equilibrio olvidado, alguien que protegía secretos que el mundo moderno había olvidado.
Pero el orbe desapareció, y con él la visión. La bruja reapareció, esta vez más cercana, y habló con voz suave:
—Si quieres seguir, debes demostrar que tu corazón entiende la responsabilidad que conlleva el poder que buscas.
Antonio sintió que su aventura apenas comenzaba, y que la montaña le tenía reservadas pruebas que pondrían a prueba su valor y su inteligencia
Editado: 01.09.2025