No recuerdo mucho la mañana en que perdí a mi familia.
Quizás fue la rutina, que me cegó con la promesa de una mañana igual a las otras o, para simplificar todo, el aburrimiento de tener que ir a la escuela un nuevo día. Ver a los mismos profesores, las mismas materias y hacer lo mismo que todos los días me parecía abrumador, pero seguí el horario al pie de la letra.
Despertar, desayunar, vestirse, ir a la escuela.
Una rutina digna de una vida normal, en un entorno normal, con una familia normal.
Pero el destino es un grandísimo idiota, y decidió sacarme de mi tranquila vida donde mi único papel a desarrollar era ser una adolescente con mal humor.
Papá manejaba, mamá iba a su lado y Gabrielle, mi hermana menor, se dedicaba a contar chistes al azar con la esperanza de sacarle unas cuantas carcajadas a mi papá. Yo sólo estaba al pendiente de mi teléfono, buscando la canción adecuada para ignorar el día nublado que había hecho estragos mi cabello por la humedad en el aire.
Una escena común, en una calle común, en un día común.
Pero si no sucediera nada no habría chiste en contar una historia.
Íbamos a mitad del recorrido, cuando algo literalmente me expulsó de mi vida tranquila.
Como en todos los accidentes automovilísticos, al principio no sentí nada. Sostenía el aparato con una mano y con otra los audífonos blancos, apenas escuche el grito de mamá y como papá, en un intento de esquivar algo que no recuerdo muy bien, rodo tanto como el tiempo le permitió el volante.
Nada de eso fue suficiente, y vi el contenido del bolso de mi madre desafiar la gravedad antes del golpe que me dejó en blanco.
Algunos testigos dicen que dimos cinco vueltas de campana y el auto cayó boca arriba, yo siento que fueron más bien veinticinco. Después de las vueltas y una breve inconsciencia, llegó el fuego.
El tanque de gasolina casi vacío explotó, creando un incendio en cuestión de segundos.
Había llamas, el calor era infernal y yo aún no salía de mi ensoñación. Intente buscar a mi hermana entre el humo que se metía en mis pulmones, pero su uniforme quemado era la única evidencia de su estadía en el auto, no me atreví a ver a los asientos delanteros cuando un dolor increíble se hizo presente en mi muslo derecho, y allí me di cuenta de que parte de la puerta se había convertido en una cuchilla que, de un solo corte, me estaba desangrado el costado.
Intente gritar, patalear, hacer algo, pero mi cuerpo se negó a responder, el olor de la gasolina quemada se combinó con el metálico de la sangre, haciendo que mi cabeza diera vueltas en el reducido espacio hasta que sentí un jalón. Los bomberos me sacaron en cuestión de minutos y mientras me arrastraban moribunda hasta la ambulancia, el auto explotó y yo perdí la consciencia.
Al despertar la realidad me golpeó sin compasión: huérfana, con inexistentes ganas de vivir, sin esperanzas en algún futuro y completamente sola.
Bueno, eso último podría ser mentira.
Si, estuve sola, pero no por mucho pues apareció el.
Mi nuevo tutor, el señor Andreux.
No recuerdo mucho la mañana en que perdí a mi familia.
Quizás fue la rutina, que me cegó con la promesa de una mañana igual a las otras o, para simplificar todo, el aburrimiento de tener que ir a la escuela un nuevo día. Ver a los mismos profesores, las mismas materias y hacer lo mismo que todos los días me parecía abrumador, pero seguí el horario al pie de la letra.
Despertar, desayunar, vestirse, ir a la escuela.
Una rutina digna de una vida normal, en un entorno normal, con una familia normal.
Pero el destino es un grandísimo idiota, y decidió sacarme de mi tranquila vida donde mi único papel a desarrollar era ser una adolescente con mal humor.
Papá manejaba, mamá iba a su lado y Gabrielle, mi hermana menor, se dedicaba a contar chistes al azar con la esperanza de sacarle unas cuantas carcajadas a mi papá. Yo sólo estaba al pendiente de mi teléfono, buscando la canción adecuada para ignorar el día nublado que había hecho estragos mi cabello por la humedad en el aire.
Una escena común, en una calle común, en un día común.
Pero si no sucediera nada no habría chiste en contar una historia.
Íbamos a mitad del recorrido, cuando algo literalmente me expulsó de mi vida tranquila.
Como en todos los accidentes automovilísticos, al principio no sentí nada. Sostenía el aparato con una mano y con otra los audífonos blancos, apenas escuche el grito de mamá y como papá, en un intento de esquivar algo que no recuerdo muy bien, rodo tanto como el tiempo le permitió el volante.
Nada de eso fue suficiente, y vi el contenido del bolso de mi madre desafiar la gravedad antes del golpe que me dejó en blanco.
Algunos testigos dicen que dimos cinco vueltas de campana y el auto cayó boca arriba, yo siento que fueron más bien veinticinco. Después de las vueltas y una breve inconsciencia, llegó el fuego.
El tanque de gasolina casi vacío explotó, creando un incendio en cuestión de segundos.
Había llamas, el calor era infernal y yo aún no salía de mi ensoñación. Intente buscar a mi hermana entre el humo que se metía en mis pulmones, pero su uniforme quemado era la única evidencia de su estadía en el auto, no me atreví a ver a los asientos delanteros cuando un dolor increíble se hizo presente en mi muslo derecho, y allí me di cuenta de que parte de la puerta se había convertido en una cuchilla que, de un solo corte, me estaba desangrado el costado.
Intente gritar, patalear, hacer algo, pero mi cuerpo se negó a responder, el olor de la gasolina quemada se combinó con el metálico de la sangre, haciendo que mi cabeza diera vueltas en el reducido espacio hasta que sentí un jalón. Los bomberos me sacaron en cuestión de minutos y mientras me arrastraban moribunda hasta la ambulancia, el auto explotó y yo perdí la consciencia.
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Editado: 19.11.2021