La Bruja Roja

22. Memorias divididas

El pasillo que llevaba a mi habitación estaba cubierto por una alfombra muy vieja de color purpura, con extraños símbolos bordados a mano en hilo dorado, tan hermosa que incluso dolía caminar descalza sobre ella. Me había quedado hasta muy entrada en la madrugada hablando con el señor Andreux sobre mi juramento, el ritual mediante el cual seríamos vistos como familiares ante la sociedad mágica, y otros aspectos sobre mi estadía (prolongada, gracias a los cielos) en la residencia Andreux; podía ingresar a todas las salas, oficinas, salones y bibliotecas de la casa, y exceptuando las habitaciones de los demás residentes, a menos que me fuera otorgado el permiso, podía investigar absolutamente todo después de unas buenas horas de sueño.

Los rayos del sol ya entraban por las ventanas, haciéndome achinar los ojos ante la fuerte luz, así que me encerré en mi habitación y cerré bien las cortinas antes de dejarme caer sobre el suave colchón. A pesar del cansancio de mi cuerpo y mente, mi estomago se revolvió un poco ante la idea de tener que cerrar los ojos y dejar mi subconsciente en el control.

Demasiadas cosas pasaban mientras dormía, muchas de las cuales no puedo controlar debidamente, pero aquella seguía siendo una necesidad.

Me envolví en las sabanas, donde me esperaba un dormido Katy Kat, y recé a lo que estuviera arriba para no volver a abrir los ojos y encontrarme con un espíritu, un mayordomo o un duende cascarrabias.

Esta noche, sin embargo, mi mente me llevo a un lugar oscuro y frío que no lograba recordar; la habitación estaba sumida en tinieblas, con solo un aparato que medía mi ritmo cardiaco y mi propia respiración rompiendo con el silencio. Mi cuerpo era más pequeño y mi cabeza parecía estar en un pantano, hundiéndose en aguas turbias y arenosas, sin dejar de dar vueltas. Era una sensación terrible, y la anestesia que se suponía debía dormirme no estaba haciendo efecto, dejando al descubierto un sinfín de dolores que parecían estar a punto de romperme los huesos con el mínimo movimiento mal calculado.

Una franja de luz se escabullía por debajo de la puerta, revelando apenas comprensibles figuras y voces ahogadas. La conversación era enérgica, a susurros, consientes de que lo único que nos separaba era una fina puerta d hospital. Se quejaban y maldecían, pero yo especialmente me sentía confundida.

—…Maldición, nadie hubiera podido hacer…

—…Nieta, la residencia…

—…Lily, deberías…

—…Las infantas son lo primero…

…No, no es culpa de la abuela.

Una voz infantil se hizo presente solo en mi mente, y en un segundo sentí como una parte de mi se desconectó de… ¿nuestro, mi? Cuerpo. Como si me quitarán el oxigeno de golpe, una estela plateada se desprendió del cuerpo que estaba poseyendo y corrió hasta la puerta antes de atravesarla. Se le notaba cansada, deprimida y desesperada, así que no dude en copiar sus acciones.

Ahora, era como si un fino hilo me sostuviera de la cintura y me conectara con aquel cuerpo. A pesar de la oscuridad, sabía perfectamente que su estado daría lastima y asco a quien lo mirase, así que solo lo ignore y seguí la estela de mi yo más joven.

Atravesar la puerta fue extraño, pero valió la pena ante la escena que se desarrollaba al otro lado de la pared; dos pares de adultos estaban de pie en el pasillo con rostros ojerosos y asustados, mientras una señora mayor se mantenía sentada y con el porte sereno.

Aunque aquello era solo un disfraz.

Mi abuela, la bruja Lily, veía como el señor Andreux, idéntico a como lo había conocido esta noche, discutía con dos desconocidos, un hombre y una mujer, y…El último personaje de esa escena, era nada más y nada menos que un cuarentón, con cabello ondulado y oscuro, cejas tupidas y barba de tres días. La semana habría sido un desastre, puesto que mi padre detestaba las barbas y siempre la cortaba una vez que creciera lo suficiente.

Por más que mi mente reprodujera memorias desoladas y tristes, conocía demasiado bien ese tono de piel morena para negar nuestro parentesco.

Todos parecían agitados y nadie noto la presencia de ambas, pero nos recluimos a una esquina donde veíamos todo mejor.

—Por más que me encantaría dejar a las infantas contigo, Eric, no podemos dejarlas a las tres en el mismo lugar. Ya suficiente es que dejemos a las niñas juntas.— el hombre desconocido, que vestía un traje elegante pero desarreglado,  se dirigió con un tono burlesco. Mi padre fue interrumpido antes de siquiera pronunciar una vocal por una señorita de piel blanquísima.

—¿No sería mejor enviarlas en caminos separados? La mayor podría ir al norte, la menor siempre será aceptada con los etéreos.— su cabello era negro como el ébano y su contextura delgada, pero en su cuello sostenía un medallón de cristal que me quito el aliento.

—¿Y dejar a dos niñas pequeñas, no solo sin sus padres, a la intemperie del norte, al veneno de los etéreos? Tienes que estar bromeando.— mi padre refuto la opción tajante, lo que hizo enojar a la mujer.

—Porque has hecho un gran trabajo cuidándolas, ¿no?

—No te atrevas a culparme por esto, Hanna.

—Pff.— el hombre del traje dejo escapar una burla que estuvo a punto de terminar en una paliza si no fuera por la quinta persona de la sala

—Lo único que hace sentido aquí es que se queden conmigo; soy su tutor legal, después de su familia directa en mi recae el deber de cuidarlas.— el señor Andreux dio un paso al frente y se llevo una mano al pecho con orgullo.

—Ni siquiera pienses que caerán en tus sucias manos, pedazo de intento de mago.

—Fue suficiente.— la voz susurrante de mi abuela, amenazante, calló a todos en aquel pasillo sin necesidad de palabras fuertes. Estaba terriblemente vestida, pero eso no quitaba un gramo de su integridad a pesar de las bolsas debajo de sus ojos –Catherine pronto deberá tomar el liderazgo del clan, y ni siquiera dejándolas en una vasija hasta que Grace cumpla quince años evitará que alguien las encuentre. No queda demasiado tiempo para planes, el momento de actuar es ahora.




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