El comedor de los hechiceros era frío, sin lujos ni tapices. Solo piedra y platos metálicos. Mientras los nobles cenaban sobre manteles bordados y copas de cristal, los hechiceros comían lo que quedaba.
Yo —Morgan, o lo que queda de ella— me senté en el rincón más lejano, como si pudiera fundirme con las sombras.
Pero no lo logré. Todos me miraban.
La bruja del doceavo círculo siempre atraía miradas. De odio, temor o envidia.
—No se te ocurra escupir en mi sopa otra vez —murmuró uno de los hechiceros.
—Tal vez si supieras conjurar sal, no te sabría tan mal —le respondí sin mirarlo.
Entonces las puertas se abrieron.
Entró él.
William Archie.
El Caballero Imperial.
Los cuchillos dejaron de cortar. Las conversaciones se apagaron.
Los nobles no solían entrar allí. Mucho menos él.
—No quiero problemas —dijo con voz firme, recorriendo las mesas con la mirada—. Solo he venido a hablar de estrategia con la bruja Morgan.
La forma en que dijo “bruja” no fue despectiva.
Fue... formal. Como si se tratara de un título.
Caminó hacia mí con paso seguro. Su armadura no rechinaba. Su presencia llenaba el lugar.
—¿Puedo sentarme?
—¿Desde cuándo pides permiso?
—Desde que noto que tienes mejor humor del habitual —respondió, apenas sonriendo.
Se sentó frente a mí y sacó un mapa doblado de su capa.
Lo extendió sobre la mesa entre los restos de comida.
—Mañana atacaremos el flanco sur del campamento enemigo. Necesito niebla mágica, y un conjuro de eco para desorientarlos.
—¿Y si usan a sus invocadores para contrarrestar?
—Por eso quiero que el eco lleve la voz del general enemigo. Confusión doble.
Mis dedos se movieron sobre el mapa como si hubieran hecho esto mil veces. Y lo habían hecho. Morgan ayudaba con la estrategia en secreto.
Porque ningún noble admitiría que un caballero seguía los consejos de una bruja.
—¿Por qué viniste aquí? —le pregunté de pronto.
—Ya te lo dije.
—No. ¿Por qué tú personalmente? Podrías haber enviado a cualquier otro.
—Porque yo confío en ti.
—¿Confías en mí… o en la Morgan que conociste?
—¿Hay diferencia?
Me quedé en silencio.
Había tantas respuestas.
Y ninguna.
Él me miraba como si aún buscara a alguien en mi rostro. Como si algo no encajara del todo.
—Has cambiado —murmuró.
—Todos cambiamos, William. Algunos solo... despertamos.
Él desvió la mirada. No por vergüenza. Por algo más. Algo que no se atrevía a decirme.
—¿Aún me ayudas por convicción, Morgan? ¿O por venganza?
—¿Y si es por ambas?