Las llantas de la motocicleta corren por el asfalto y yo acelero un poco más para llegar a tiempo a entregar el pedido. Un casco oscuro me protege la cabeza y unos guantes negros cubren mis manos porque hace frío y no deseo que se me congelen. Y mientras observo atento hacia el apabullante tráfico, mi pensamiento está concentrado en conocer la verdad, que se ha convertido en mi objetivo, mi meta a alcanzar. Siento que ya tengo la mayoría de las piezas sobre la mesa, solo me hacen falta algunas para lograr armar por completo el rompecabezas. Encontrando la pieza clave conoceré lo que tanto anhelo. Para mí ha sido difícil obtener todas esas piezas, y espero lograr reunirlas todas para no seguir con dudas en mi mente y aclarar de una vez todo este embrollo que ha ido creciendo en mi cabeza desde que supe que mis padres no son mis padres.
Doy vuelta en una esquina y la moto se ladea hacia la derecha. Trato de mantener el equilibrio y bajo el pie derecho para tocar tierra, tal como lo he hecho muchas veces antes. Escucho las sirenas de las patrullas y de la ambulancia. “¿Un accidente?”, pienso. “¿Pero, cómo?, aquí nunca hay accidentes”. Obviamente estoy siendo sarcástico. Si algo distingue a esta capital, a este país y a este planeta, es precisamente la imparable violencia que se ha estado sucintando durante los últimos años de modo apabullante desde que tengo memoria. A pesar de todo esto me sigo arriesgando en este trabajo tan peligroso y lo hago solo porque es lo mejor que sé hacer, además de que en este trabajo tengo muchas facilidades. Escucho los sonidos de los cláxones y los motores de los autos pasando a mi lado. Todo es molesto. En realidad toda la ciudad y su
infinito ruido siempre me han desagradado. Sigo acelerando mientras escucho el rugir del escape a mis espaldas.
Reparto comida a domicilio. Este servicio apenas tiene algunos meses que se ofrece y ha tenido mucho éxito en el restaurante. En realidad el restaurante ya tenía éxito, pero ahora, con el servicio a domicilio, es mucho mayor.
Me aproximo al edificio desde el cual hicieron el pedido. Lo veo desde abajo y me parece enorme, pues es muy alto. Sus cristales espejean la luz del sol y esta me da en los ojos. Los aparto. Sigo acelerando y, luego de entrar por algunas callejuelas y esquivar algunos carros, logro llegar. Me estaciono precavidamente en la parte de enfrente y desciendo de la motocicleta sin quitarme el casco. Un hombre vestido de negro, que me parece conocido, pasa a toda prisa por un lado. Lo veo, pero no repara en mí. Retiro el casco de mi cabeza, lo pongo sobre los manubrios. Extraigo la comida de una caja metálica adherida a la parte trasera y luego camino hacia el edificio. Un hombre, al verme cargado, abre la puerta sonriéndome exageradamente. Paso y llego hasta la recepción.
―Hola, joven, ¿a qué piso va? ―me pregunta la recepcionista, una joven blanca que sonríe falsamente.
―El pedido es para el número ―reviso un papel que extraigo de la bolsa de mi pantalón― siete ―le contesto.
Ella anota garabatos en una hoja.
―Adelante, por favor ―me señala el elevador a unos metros por un pasillo de techo bajo.
Le agradezco y sonrío. Voy hasta el elevador.
Subo hasta el séptimo piso. Ubico la oficina donde debo dejar el pedido. Está en las últimas puertas, por un corredor largo y estrecho.
Luego de recibir el pago me dirijo al elevador con tanta tranquilidad que si Mariana me viera se llenaría de envidia.
Mientras avanzo por el pasillo escucho una voz jadeante que proviene de una de las puertas más próximas al elevador:
―¡Ayuda! ¡Ayuda, por favor! ―apenas se distingue.
La voz es muy débil, apenas una exhalación audible. Mi deber de futuro doctor me impela a entrar por la puerta de la cual proviene el quejido. Camino con rapidez, corroborando que no hay nadie más en el pasillo más que yo. La puerta está entreabierta. Empujo despacio. Observo con cautela el interior. Mis ojos reparan en un hombre de traje que está tendido bocabajo, como muerto, detrás de un escritorio de madera. Corro hacia él y con muchos esfuerzos lo coloco bocarriba. Miro su rostro y quedo estupefacto.
Su rostro me parece familiar; yo conozco ese rostro, lo he visto antes. Sí, ese rostro lo veo seguido, a diario, es muy similar a… me tapo la boca para sostener mi asombro sin hacer ningún ruido. Aquel rostro lo he visto en el espejo de mi cuarto muchas veces antes. La forma de su cara es semejante a la mía; es mi rostro en otro cuerpo. Así luzco cuando me afeito. Mi barba y su inconciencia le impiden darse cuenta de que somos idénticos. Además, mi cabello está completamente desordenado y el suyo tiene fijador. Mi descubrimiento lo dejo de lado y trato de calmarlo ya que sigue jadeando, pero ahora con los estertores de la muerte. Comienza a retorcerse dando convulsiones violentas. Su mano sostiene mi camisa firmemente y la jala tan fuerte que siento como se le desprende un botón; entre aterrado y desesperado, con su voz débil, me pide que lo ayude. Debo hacerlo; quiero hacerlo.
Lo reviso y me doy cuenta de que tiene dos impactos de bala, uno cerca del corazón y el otro en el estómago: los agujeros por donde chorrea sangre los delatan. Me gustaría mucho interrogarlo, pero no hay tiempo. Corro a poner seguro en la puerta que todavía permanecía abierta, voy hacia el herido y me arrodillo para revisarlo de nuevo. Sigue con vida. Extraigo mi celular lo más rápido que puedo y marco.