Llego al hospital buscando a Mariana, pero ella me intercepta.
―Ven, vamos a la cafetería. Tienes que explicarme muchas cosas ―me dice.
―De acuerdo, vamos. ―Va delante de mí y yo avanzo dando pasos cortos.
Llegamos a la cafetería y nos sentamos cerca de la puerta de entrada. Es de cristal y a través de ella puede verse la radiante luz solar. Ella acerca su silla a la mía y me toma el brazo.
―Te escucho ―dice expectante.
Le cuento todo detalladamente con mi voz moderada y clara.
Las preguntas no tardan en aparecer.
―Pero, ¿cómo? ¿Por qué son idénticos? Lo estuve observando mientras llegábamos y me aterroricé, me di cuenta que así te vieras tú si algo te pasa ―lo dice en un tono preocupado.
―¿Acaso te importo mucho?
―Claro que sí. Me importas como un hermano. Pero no me cambies el tema, mejor explícame por qué son idénticos. Nunca me habías dicho que tuvieras un hermano gemelo.
―Me encantaría decirte lo que deseas escuchar, pero la verdad es que no sé mucho. Lo que sí creo es que de alguna manera esto tiene que ver con Dios, como si estuviera respondiendo mis oraciones, o algo así.
―¿Qué? ¿Cuáles oraciones? ¿Desde cuándo Valentino le hace oraciones a Dios?
Disimulo como si yo no hubiera dicho nada, pero ya lo había hecho.
―Sí; me refiero a que le he estado pidiendo a Dios que me ayude a descubrir quién soy. Y mira la manera en que fui a descubrirla. No sé quién es ese joven ni nada sobre su vida, pero pasó algo extraño que me podría dar la respuesta.
―¿Qué cosa? ―dice en tono inquisitivo.
―Cuando estaba con él se desmayó y algo pasó en mi cabeza, algo muy extraño. Comencé a ver en mi mente una serie de imágenes, que representaban lo último que le había sucedido a él.
―¿Imágenes? No entiendo nada, Valentino ―lo dice en un tono realmente confundido.
―Es decir, yo pude ver los últimos momentos que él vivió antes de quedar inconsciente. Incluso pude ver el momento cuando él entró a su oficina y le dispararon, pero luego me llamaste y no pude ver más.
―¿Es en serio lo que me dices? ¿Eso es posible? Todo esto me parece sumamente extraño y difícil de creer.
―Si no lo hubiera vivido por mí mismo, nunca lo hubiera creído. Si tú me contaras algo así, tendría la misma cara de asombro que tienes tú. Pero no tengo por qué mentirte. Además, al parecer lo quieren muerto.
―¿Cómo sabes eso? ¿Qué piensas hacer al respecto?
―Orar a Dios. No tengo otra opción. Después de todo no sé qué hacer. Siento que si no le pido ayuda a él, de esta no salgo vivo.
―Bueno, morir es ganancia ―dice sonriendo.
La miro indiferente.
―Para ti, pero no para mí. Además, no creo que ya merezca morir. A pesar de que ya acepté al Señor Jesús en mi vida, pienso que él todavía tiene preparadas muchas cosas para mí. Por ejemplo, aún no me ha revelado quién soy ni de dónde vengo. Debo esperar a que César regrese para cuestionarlo, aunque…
―¿Qué?
―Iré con él, tal vez me pueda proporcionar más información.
―Pero está inconsciente y no sabemos cuándo despertará.
―Por lo mismo, sospecho que cuando él duerme o está inconsciente es cuando me comparte información que solo él posee. Cuando él estaba despierto yo no veía nada, en cambio cuando se desmayó pude ver lo que te dije. No sé de qué se trata ni cómo es posible que ocurra. Tal vez tengamos un vínculo sanguíneo y esa sea la explicación para que esto sea posible. No sé, las personas que se parecen mucho son seres enigmáticos.
―Definitivamente lo son. Algo hay ahí oculto y misterioso. Y creo que no debemos dudar que tengan una relación sanguínea. Imagínate, extrañamente tú no sabes de dónde vienes ni quiénes son tus verdaderos padres. Podría ser que sus padres sean los tuyos.
―Hoy hablé con mi padre, bueno, con su padre. He estado pensando en eso, y tengo la sospecha de que a través de él, Dios me proporcionará las respuestas que tanto he estado buscando.
Me pongo de pie y Mariana también. Toma mi mano y yo miro sus ojos café claro.
―Recuerda ―me dice― si lo crees de verdad, de verdad lo tienes. Hablaré con Joseph para que no te vaya a regañar.
―¿Segura que puedo entrar?
―¿Seguro que deseas entrar? Está delicado.
Hay un pequeño silencio.
―Sí ―digo convencido, pensando en que es lo mejor―. Sé cómo tratarlo. Además, quiero platicar con él. Quiero que me conozca. Mariana, esta debe ser la señal que le he estado pidiendo al Señor Jesús.
Cuando digo esto, ella sonríe.
―Yo también le he estado pidiendo por esto. Y también lo creo. Anda, ve, yo estaré por aquí para lo que se te ofrezca.
―De acuerdo.
Me despido y avanzo por un corredor estrecho de paredes blancas y muy limpias. A medio camino recuerdo que olvidé preguntarle a Mariana el número del cuarto. Extraigo mi celular y la llamo. Una voz me indica que se ha agotado el saldo. Entonces sin pensarlo extraigo el celular de César y lo enciendo. Tecleo el número de Mariana, que afortunadamente me sé de memoria. Cuando contesta le pregunto mi duda y me dice que es el 127.