La búsqueda del fénix dorado

1) La picadura del escorpión de fuego

El bosque era un paraíso natural de árboles de un verde vivo y alegre, además, algunos de ellos eran adornados por flores hermosas de variados colores. Los rayos del sol que penetraban como una cortina de luz verde, sumado al cantar de los pajarillos, conseguían que aquel bosque fuera realmente hermoso y lo hacían parecer un bosque mágico, como los que muchas veces describen en algunos cuentos.

Max avanzaba entre este bosque, con una carga de leña sobre sus hombros. Max era un muchacho de trece años, piel clara, cabello café, ojos verdosos y de complexión física normal. Él vivía en una aldea llamada Narlez, un lugar pequeño; pero lleno de paz.

Max vivía con su abuelo Tomás en una casa a las afueras de la aldea. Su abuelo era uno de los pocos habitantes que tenía una cabaña fuera de la aldea. La casa era pequeña, apenas dos habitaciones, una cocina que estaba conjunta con el comedor, una pequeña sala y un corredor o porche.

«Me gusta el silencio y la paz que se respira en éste lugar», decía constantemente su abuelo cuando a la tarde admiraba la belleza de la puesta del sol, o se sumergía en sus pensamientos, recostado en el tronco de un árbol.

Y era cierto, ya sea por estar retirado de la aldea o no, en su hogar siempre había paz, silencio y alegría. Bueno, silencio siempre había, porque en la casa solamente vivían él y su abuelo.

Su abuelo era una persona fuerte a pesar de que ya era bastante anciano, sesenta y cinco días del nombre había vivido. Su cabello y barba gris harían pensar a cualquier persona que se trataba de un viejo decrépito, pero en realidad era todo lo contrario, podía hacer cosas que cualquier joven haría; sólo algunas. Su abuelo era quien trabajaba para llevar el pan a la casa, pero muy pronto eso iba a cambiar.

Dentro de dos años cumpliría quince, entonces podría unirse al programa de entrenamiento de la guardia. Un año después, si se aplicaba de la forma correcta, podría trabajar en la guardia de la aldea y con ello podría ayudar en la economía de la casa, o al menos era la idea que él tenía en mente.

Max se había quedado sin padres hacía ya diez años. Su padre había muerto cuando él apenas se estaba formando en el vientre de su madre. Había sido presa de un dragón, sin duda alguna era una muerte terrible. Mientras que su madre había sido presa de una terrible enfermedad, que ni los curanderos más antiguos y expertos pudieron exterminar para devolverle la salud; eso cuando Max apenas tenía tres años. Su abuelo materno se lo había llevado con él, y desde entonces él era todo para Max y viceversa.

El joven avanzaba despacio, jadeante y con el rostro congestionado por el esfuerzo que le suponía llevar sobre los hombros una carga de leña. En aquellos momentos ya estaba cerca de la cabaña de su abuelo. Menos mal, porque ya iba muy cansado.

«Cuando regrese espero que ya tengas listo el fogón para preparar la cena», le había dicho su abuelo.

En aquellos momentos su abuelo andaba trabajando en el campo. Trabajar en el campo era lo que hacía para llevar comida a la casa. Su abuelo trabajaba en la agricultura como todas las personas en Narlez. Los únicos que no trabajaban en el campo eran los que tenían un poco más de dinero y pagaban a la gente como su abuelo para que trabajaran el campo que a ellos les pertenecía. Su abuelo también cosechaba sus propias tierras, pero eran muy pequeñas y no podía dedicarse solamente a ellas, necesitaba de otros ingresos.

Instantes después llegó a la cabaña de su abuelo.

Cuando su madre aún vivía, Max había vivido con ella en otra aldea y en una casa más grande, aunque apenas lo recordaba. La casa del abuelo estaba hecha de adobe y tejas y se ubicaba en el centro de un bosquecillo, pero el abuelo se había encargado de que todos los árboles tuvieran como mínimo una distancia de treinta pasos en relación a la casa. Ésta era rodeada por un pequeño jardín con flores de vistosos colores que se encargaban de cuidar tanto él como su abuelo. Siempre habían compartido aquella obligación, aunque para Max era un placer hacerlo, ya que le encantaba que el jardín siempre estuviera a rebosar de flores.

En el pequeño corredor que había atrás de la casa, depositó la leña que cargaba sobre los hombros, y dio la vuelta para regresar a por más. Con aquella leña era suficiente, pero si hoy hacía doble trabajo, mañana tendría el día libre, y quién sabe, quizá incluso lograra convencer al abuelo para que lo dejara ir a visitar a su amiga Jennifer. Tenía varios días de que no iba a casa de la muchachita.

Mientras se internaba en el bosque, vio como una ardilla subía con rapidez por una de las ramas de un roble cercano a él. Max disfrutaba cuando cosas tan sencillas como aquellas acontecían frente a sus ojos, ya que era un admirador de la belleza natural. Aquellos interminables bosques escondían tanta vida que era difícil saber cuántas especies de animales podrían andar por allí, quizá incluso en aquellos momentos hubiera alguna criatura; observándolo esa idea en lugar de asustarlo lo hizo sentirse intrépido.




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