La búsqueda del fénix dorado

6) En la cueva del dragón

El interior del bosque estaba aún más oscuro, pero gracias al hechizo del viejo Sam, Max podía avanzar sin demasiadas dificultades. El bullicio de las aves nocturnas buscando su comida se le hacía tenebroso, los roedores se escabullían a sus pasos y siempre había una brisa helada que le acariciaba el rostro y agitaba sus cabellos. Enfrente avanzaba Sam, el mago anciano. El viejo avanzaba siempre sigiloso, rápido pero silencioso.

Max temía que de un momento a otro apareciera alguna criatura extraña justo en frente de él, una fiera, un felino hambriento o una serpiente tan grande como la que se habían encontrado aquel día, o quizá alguna otra cosa que jamás hubiera visto, porque se creía que no había nadie que conociera todas las clases de criaturas que habitaban el mundo. Y mucho menos él.

—No te quedes atrás, muchacho —susurró el anciano media hora después de salir de la cabaña.

Max no contestó, sino solamente se limitó a apresurar el paso. A aquellas alturas ya se sentía un poco más tranquilo. A su alrededor, monstruosos árboles se alzaban imponentes. Pequeños ojillos los miraban pasar para luego desaparecer tan súbitamente como aparecían. En silencio, prosiguieron la marcha sin detenerse ni un momento.

Así caminaron largo rato, en completo silencio. Max llegó a perder el sentido del tiempo. Ya empezaba a impacientarse, parecía que no llegarían nunca a la cueva del dragón. Hasta que por fin habló el mago.

—Ya estamos cerca, Max —dijo.

—¿En serio?

—¿Vez aquella colina? —dijo el anciano señalando una colina que se alzaba enfrente de ellos.

—Sí —respondió Max.

—Allí tiene su cueva el dragón. Venga, vamos. Y hay que rezar para que el dragón no se encuentre en casa.

—¿Es grande?

—No, no mucho, pero es peligroso, muy peligroso.

Nuevamente guardaron silencio. No cruzaron más palabras mientras recorrían el trecho que los separaba de la colina.

Max observó la colina, que no era muy alta. Cuando estuvieron ya más cerca, se sorprendió que en la colina hubiera muchos árboles, lo que era muy raro por tener un dragón viviendo en ella. Nadie sospecharía que allí vivía un dragón, se veía tan normal que simplemente parecía un cerro como cualquier otro. Incluso, Max tuvo la ligera sospecha que podría haber más dragones en los alrededores, pero que al vivir en lugares tan bien camuflados era muy difícil encontrarlos.

Por fin llegaron a la falda de la colina. Empezaron a rodearla para dar con la entrada. Los dos avanzaban con mucha cautela, a pesar de ello, las hojas secas crujían cuando las pisaban, haciendo pensar a Max que de un momento a otro el dragón podría saltar sobre ellos, echando fuego por la boca o lanzado un zarpazo con sus enormes garras.

—Esa es la cueva —señaló el anciano, mientras se refugiaban en un árbol.

La cueva era enorme y oscura.

—No vayas hablar, intentaré escuchar si hay algún ruido dentro —dijo el anciano.

Max obedeció y se quedó inmóvil. Mientras, el anciano escuchaba con atención, con el bastón bien sujeto a su mano y clavado al suelo.

—No. No hay ruido, seguramente ya salió a cazar —dijo el anciano—. Es nuestra oportunidad de actuar.

El anciano empezó a avanzar a paso rápido hacia la cueva, Max tuvo que correr por unos momentos para poder alcanzarlo. En menos de un minuto estuvieron frente a la cueva. Desde allí ya se podía apreciar mejor el interior. Las paredes eran toscas y en algunas partes saltaban unas piedras puntiagudas. Un olor a podredumbre salía del interior de la misma.

Siguieron avanzando, en el interior de la cueva ya lo hacían a paso lento y silencioso. Avanzaron un poco y llegaron a una estancia más amplia, ese era el hogar del dragón. Y sí, en el centro de la estancia se veía una piedra brillante.

—¡El Diamante de Hezlem! —exclamó el anciano y corrió hacia el diamante, deteniéndose junto a éste para admirarlo un momento.

Max también se acercó. El diamante estaba sobre un tabernáculo de piedra toscamente labrado. El diamante era larguirucho y de un hermoso color azul. En uno de sus extremos faltaba una esquirla, Max supuso que era el fragmento que había llevado el cuervo gigante.

El anciano empezó acercar suavemente su mano al diamante, como si tuviera miedo de cogerlo.

—¡Ah! —se quejó el anciano retirando la mano de forma rápida.




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