La búsqueda del fénix dorado

17) En la aldea de los gnomos

Ya se había acercado bastante a la aldea de los gnomos. Las casas en las que vivían aquellas criaturas eran muy parecidas a las que él conocía. Eran pequeñas casas de madera finamente labrada, techo de tejas o paja y pequeñas ventanitas de vidrio. Bastante diferentes a las viviendas de los duendes. En el corazón mismo de la aldea, como a trescientos metros de su posición, se vislumbraba la silueta de una vivienda mucho más grande que las otras, cuya altura era de al menos de  cinco metros, que comparados con los menos de dos metros que medían las otras, resultaba ser gigante. No estaba hecha del mismo material que las demás casas sino de piedra y ladrillo. Su anchura y longitud eran gigantescos comparado con el tamaño de sus habitantes. Si en algún lugar podían tener a Jennifer era en esa enorme casa.

Algo que sorprendió a Max fue el hecho de que al igual que en la aldea de los duendes había un montón de cosas destrozadas. Había casas destruidas por completo, otras sólo habían perdido el techo. La mayoría de los árboles que rodeaban la aldea estaban el suelo, desquebrajados y, algunos, chamuscados. La idea de otro trol le vino rápidamente a la mente, pero la desechó tan rápido como había aparecido.

Muchas voces chillonas y molestas provenían del interior de las viviendas, que a pesar de ser pequeñas de altura tenían una longitud considerable y parecían albergar a familias numerosas. La luna y las estrellas iluminaban tenuemente las casitas. Max no logró contar el número de casas, pero estaba seguro que sobrepasaban las cincuenta.

Estaba seguro que si aún tenían con vida a Jennifer la tendrían en la construcción gigante del centro. Pero sería imposible llegar hasta allá sin ser descubierto. Los habitantes de aquellas casas eran pequeños, por lo que probablemente sus pasos resonarían como de gigante. Después de meditar durante un largo minuto se le ocurrió que una forma de llegar al pequeño castillo era mediante una distracción, hacer algo para que los gnomos se alejaran de allí.

La cuestión ahora era: ¿Qué podía hacer para que por curiosidad u obligación toda una aldea de gnomos abandonara sus hogares, aunque sea momentáneamente? La respuesta que se le ocurrió fue: «Nada». Durante varios minutos se quedó allí, de pie, intentando dilucidar alguna idea en su mente.

Mientras cavilaba vislumbró dos pequeñas siluetas en unos árboles no muy lejos de su posición, atónito supo que se trataba de vigías. A buen seguro que no eran los únicos por allí cerca, por lo que se deslizó bajo la protección de un tronco. Se sintió torpe, si aún no lo habían visto había sido sólo cuestión de suerte.

Por fin… por fin llegó una idea a su mente. No sabía cuan efectiva podía ser pero era lo único que tenía y debía probarla. Aguzó la vista para tratar de ver a más vigilantes, cuando se convenció que no había más se dispuso a caminar. Para poner en marcha su idea necesitaba alejarse de donde se encontraba y después, con lo que haría, estaba seguro que muchos gnomos correrían a averiguar lo que sucedía, lo que él aprovecharía para correr a la construcción del centro y tratar de recuperar a Jennifer.

Apenas había avanzado unos pasos cuando una pequeña flecha se clavó en un árbol medio metro delante de él. Ya lo habían descubierto…

—No se mueva —dijo la voz chillona de un gnomo— o lo dejamos como una coladera —concluyó.

Max obedeció. Si hubiera corrido puede que hubiera sido capaz de escapar, pero no lo hizo, si lo hacía quizá ya no tendría coraje para regresar y tendría que olvidarse de Jennifer. Volvió la vista hacia el duende que le había dirigido la palabra, éste sostenía un arco entre sus manos. Pero no era el único que estaba presente, había varios gnomos más, tanto en los árboles como en el suelo, y cada segundo aparecían más.

—Creímos que habías muerto, ¡humano! —dijo poniendo mayor énfasis a la última palabra.

Si creyó que antes había tenido posibilidades de escapar, ahora ya no. Prácticamente estaba rodeado de gnomos, todos con sus arcos, espadas, lanzas, cerbatanas y hachas apuntando hacia él.

—¡Ya tendremos dos humanos en nuestra colección! —dijo otro gnomo, de tantos que había presentes Max no supo quién había hablado.

—Reunámoslo con su compañera —sugirió alguien más.

—Sí —gritaron al unísono varios más.

Un par de gnomos se le acercaron y le ataron las manos a la espalda. Luego, como si fuera un cachorrito, lo guiaron hacia la aldea.




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