—Sabes muy bien que no me gusta que traigan visitas, Óscar —espetó la mítica ave—. Mejor regresa por donde entraste y llévate a tus amigos.
Max notó tristeza y derrota en la voz de aquella maravillosa ave. Por la voz cualquiera juraría que estaba enferma, no obstante, ellos sabían que la única enfermedad que tenía era tristeza.
—No nos podemos ir, Señor —dijo Max con deferencia.
—¿Qué dices? —increpó el fénix. Estaba parado a pocos metros frente a ellos, y su porte casi era el doble del tamaño de Max.
—No nos vamos a ir —repitió Max, haciendo acopio de coraje—. Hemos venido desde muy lejos para verlo. Necesitamos su ayuda.
—¿Mi ayuda? —de pronto su voz se quebró—. Nadie puede desear mi ayuda, no ahora que me es imposible ayudar a alguien. Me quitaron lo único que hacía que los demás me quisieran, ahora todos me verán como un simple pajarraco. Sin mis polvos dorados de fénix no soy nadie, ahora solamente soy un ave, simple y sencilla.
—¡Señor! No diga eso —suplicó Óscar—. Usted sabe que todos aquí lo apreciamos y lo vemos como el más grande fénix que jamás haya existido. Nosotros también lo necesitamos.
—Solamente son ustedes, mi querido Óscar.
—Claro que no —dijo Max, más exaltado de lo que pretendía estar—. Viajé por siete días para llegar acá, pasé por muchas desventuras y sorteé infinidad de obstáculos, pero todo lo hice para ver en persona al rey de los cielos, al fénix dorado, ese que dicen que ayuda a quien de él necesite. Yo lo necesito, sus súbditos lo necesitan, el mundo allá fuera lo necesita —se sorprendió que pudiera hablar con tanta vehemencia—. Durante mi viaje —continuó—, escuché mucho sobre usted, todos lo admiran y se preguntan qué ha pasado con la gran ave dorado, al tiempo que rezan para verlo nuevamente surcar los cielos.
Después de sus palabras se hizo un largo silencio. Max supo que el fénix estaba sopesando lo que él había pronunciado.
—¿No estás mintiendo muchacho? —inquirió el fénix.
—Claro que no —se limitó a responder Max, sin comprender enteramente la pregunta.
—¿En serio todavía me admiran allá afuera y rezan por mí? —Max vislumbró un brillo en los ojos del fénix que hasta ese momento no había mostrado. Para ser un ave legendaria y sabia se comportaba, en aquellos momentos, más como un chiquillo que como lo que era.
—Sí, sí. Aún lo admiran —enfatizó Max—. Y lo admirarán siempre, con o sin sus polvos mágicos. Para pagar esa fidelidad podría intentar recuperar lo que le pertenece y ayudar a reparar lo que el ave negra ha destruido.
No dijo nada más. Dejó que la mítica ave sopesara sus palabras. En aquellos momentos el silencio podía ser mejor que cualquier otra cosa que pudiera decir.
—Pero no tendré mis polvos durante mucho tiempo —confesó meditabundo el fénix—. Nunca me había pasado esto, tengo entendido que la raíz que provee a los de mi especie de sus polvos mágicos tarda años en crecer, incluso décadas. No hay forma de que pueda ayudar a nadie…
—Pero podría tratar de recuperar la que le robaron —soltó Max, por fin llegando al punto que desde el principio había querido tratar.
—Por cierto ¿Cómo te llamas? —preguntó el fénix.
—Soy Max —respondió, nada contento de que el fénix diera un giro a la conversación.
—¿Y la chica?
—Yo soy Jennifer.
—Lindos nombres —sopesó—. Yo me llamo Félix.
Max no pudo dejar de advertir la similitud que había en fénix y Félix. Pero por ahora había otros asuntos que le tañían más.
—Sí, yo también lo creo así, Señor —estuvo de acuerdo Óscar.
—Gracias —dijo Max—. En fin ¿Qué opinan?
—¿Sobre sus nombres? Ya les dije que…
—No me refiero a nuestros nombres —cortó Max—. Me refiero a lo de recuperar su vena mágica, la raíz de sus polvos.
—¿Recuperar mi vena?
—Sí —dijo Max—. Se puede ¿Cierto?
—Creo que es posible —meditó Félix—. A decir verdad, no había pensado en esa posibilidad hasta que ustedes la mencionaron. Es factible, pero conlleva muchos riesgos. Para ello tendría que ir a la casa de Fernal y luchar con él. Fernal es el nombre del fénix negro —agregó para los chicos.