La búsqueda del fénix dorado

22) El retorno

Desde arriba el paisaje que se apreciaba era hermoso e impresionante. Abajo, bosques interminables se extendían más allá de la vista, iluminados por el resplandor de la luna. Las estrellas titilaban en el firmamento y parecía que alcanzarlas no era una proeza imposible. Max no podía sentirse más feliz. Iba de regreso a casa de su abuelo, y lo hacía nada más y nada menos que sobre la espalda del fénix dorado. Si alguien los hubiera visto montando un fénix dorado quizá hubiera pensado estar loco, o los habrían confundido con algún duende o gnomo.

Max intentó en su mente imaginar la dirección que debían tomar para volver a casa, pero allá abajo todo era tan parecido que pronto se dio por vencido. Sin embargo, Félix no osó en ningún momento preguntarle al respecto, simplemente voló.

Volaron durante toda la noche, sin detenerse un sólo momento. El sueño acosó a Max pero se obligó a mantenerse despierto por cualquier cosa. Abajo el paisaje era monótono, interrumpido a veces por pequeñas sierras montañosas y uno que otro riachuelo o río. Cuando el alba apuntalaba el día supo que ya casi estaban en casa, lo supo porque a la distancia vislumbró tres montañas, tres montañas que él sabía se ubicaban en el lado este de Narlez. ¿Cómo había hecho Félix para saber en dónde vivía? Bueno, eso no importaba, lo importante era que estaba regresando a casa y que su abuelo estaría bien otra vez. La alegría inundaba su corazón, hubiese querido saltar de alegría, pero obviamente no puedes ponerte a saltar en la espalda de un ave mítica.

Instantes después divisó la cabaña de su abuelo, la reconoció al instante. No había duda, esa era la cabaña de su abuelo. Sin preguntar siquiera, Félix redujo la velocidad e inició el descenso. De pronto el corazón de Max dio un vuelco. Hasta ese momento sólo se había sentido feliz, pero ¿Y si su abuelo ya no vivía? ¿Y qué iba a pasar con Jennifer? ¿Qué le dirían sus padres? Ya no se sentía tan feliz como al principio, trató de despejar su mente y enfrentar cada cosa a su tiempo.

Félix descendía lentamente, Max tenía el corazón en un puño, el sol se asomaba en el horizonte. Cuando Félix culminó el aterrizaje, la puerta de la cabaña se abrió, por ella salió Mynor, justo como lo recordaba Max. Tras Mynor salió un señor, mucho más joven que el mago y de piel clara; era el padre de Jennifer. Ambos miraban absortos la mítica ave que había en el patio.

—¡Jennifer!

—¡Papá! —dijo ésta, saltó al suelo y corrió abrazar a su padre.

—¡Me tenías preocupado! —articuló el padre entre sollozos.

—Lo sé y lo lamento mucho. Pero no podía dejar morir al abuelo Tomás.

—Está bien, ya hablaremos de ello en casa. Ahora solo quiero abrazarte porque has vuelto sana y salva.

—¡Te adoro papá!

—Yo también.

Max sintió que un gran peso se le quitaba de encima, después de todo quizá las cosas no serían demasiado malas para Jennifer.

—¡Lo lograste, Max! —vociferó Mynor.

—Lo logramos —corrigió Max, luego se fundió en un abrazo con aquel anciano de larga barba gris—. ¿Y el abuelo? —preguntó desembarazándose del abrazo.

—En su cama —respondió Mynor—. ¡Aún vive! —agregó.

—Hay que sacarlo para que el señor Félix lo pueda curar —dijo volviendo la vista hacia éste. Pero Félix ya se elevaba en el aire, luego agitó sus alas y miles de partículas doradas volaron sobre la cabaña del abuelo Tomás, colándose hacia el interior por puerta y ventanas.

«Justo como en mi sueño», pensó Max.

—Quizás tarde un par de horas, pero estará bien —informó Félix— ¡Gracias muchacho! —agregó.

—Gracias a usted —repuso Max.

—Adiós, pequeña —dijo refiriéndose a Jennifer.

—Adiós, señor —contestó ésta emocionada.

Después Félix inició su vuelo, pero no lo hizo de regreso al sur, sino que continuó en dirección norte. Voló…voló… y voló hasta perderse en el horizonte, quién sabe qué motivos lo llevaban en esa dirección.

—¡Bien hecho, Max! —lo volvió a felicitar Mynor.




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