Cuando se plantó enfrente de la cabaña, Niño no sabía exactamente qué camino le había conducido hasta allí. Recordaba un ascenso por territorio nevado, laberíntico, y a una niña. Ésta se le aparecía en los momentos en los que no se sentía del todo seguro acerca de qué estaba haciendo allí. Le animaba a seguir.
La cabaña se encontraba rodeada por imponentes cumbres que parecían proteger el secreto lugar en el que estaba edificada. La cerrada noche provocaba que la calidez de la luz que emanaba su interior resultase aún más agradable si cabe.
Hacía frío, de modo que se aventuró a su interior. No llamó a la puerta, dando por hecho que en ese lugar no podía haber nadie más. Cuando entró, contempló la distribución de su interior. Una mesa de madera impoluta con una sola silla, una hoguera en una chimenea, algunos muebles con unos pocos objetos y... Un momento, del sillón que había frente la hoguera surgían unas pequeñas nubecillas de humo. Ahora que se percataba, olía a algo peculiar. Se llevó un gran sobresalto cuando una voz se dirigió a él.
– Hola, bienvenido. – Un hombre muy mayor se levantó quejumbrosamente de su asiento y, con una pipa humeante en una mano y la otra recostada sobre el sillón, le sonrió. Niño se quedó sin palabras, y miró al suelo.
– ¿Qué haces aquí? – Inquirió el hombre mayor.
– No lo se... – Se limitó a responder Niño.
– Interesante, – una sonrisa se dibujó en la comisura de los labios del hombre mayor – , bueno, ya lo iremos descubriendo. Puedes llamarme Anciano, Niño.
– ¿Cómo sabes mi nombre? – En ese momento Niño alzó la vista hacia el cuerpo de Anciano, nervioso y con miedo en el cuerpo.
– Tranquilo, aquí estarás bien. Siéntate conmigo y entra en calor.
Un segundo sillón, más pequeño, estaba al lado del gran sillón de Anciano. Niño se sentó en él y juntos miraron un rato como las llamaradas adoptaban diferentes formas y colores, con el crepitar del fuego como único sonido en la estancia.
– Tengo miedo. – Dijo Niño sin apartar la vista del fuego.
– ¿De qué tienes miedo? – Le preguntó Anciano.
– De mis pesadillas. Las tengo cada noche. El otro día soñé que caminaba por un bosque neblinoso. Era de noche y yo estaba desnudo. Caminaba errante pero tenía mucho miedo porque sabía que no estaba solo en ese bosque. De repente la vi.
– ¿Qué viste? – Anciano le prestaba suma atención.
– A la sombra. Una sombra inmensa, como cinco veces mi estatura. Aterrado, me fui acercando a ella y, cuando estuve a sus pies, ella me abrazó. Todo se tornó negro, y, antes de despertar, me dijo que ella siempre estaría conmigo.
Tras eso se hizo el silencio en la cabaña, mientras Anciano le daba unas cuantas caladas a su pipa.
– ¿Cómo te sentiste cuando pronunció esas últimas palabras? – Preguntó Anciano.
Niño se tomó su tiempo para responder.
– Protegido y, a la vez, perdido.
– Interesante... – Rumió Anciano. – Cambiemos de tema, ¿Cómo te tratan tus padres, llevas bien la escuela?
– Me tratan muy bien. Hacemos excursiones por el bosque y la playa, jugamos a videojuegos... – Niño seguía sin mirar a Anciano, clavando su vista en la hoguera. – La escuela es otra cosa, me siento constantemente amenazado. Espero ansiosamente poder llegar a casa y jugar con mis muñecos.
– ¿No tienes amigos? – Anciano frunció el ceño en este punto, sin perder la amable sonrisa que había lucido desde la llegada de Niño.
– Mis primos de Barcelona. Cuando vienen todo es maravilloso. Lo paso muy bien con ellos.
– ¿Ya está? – Anciano le invitaba a continuar hablando.
– Antes tenía a mi abuelita, pero cuando murió a mis siete años todo cambió. Mi madre siempre me decía que ella era como el nexo que unía a la gran familia que éramos. Tras su muerte, quedó un vacío muy grande en los dos pisos. Antes solían estar las puertas abiertas y los dos eran uno solo, pero tras lo que pasó todo cambió. Las reuniones familiares fueron a menos, y toda la alegría y la felicidad de las navidades dieron paso a algo diferente.
Editado: 02.01.2019