Dicen que la nieve guarda todos los secretos.
Bajo capas de hielo, entre ramas congeladas y pendientes en silencio, lo que una vez sucedió permanece ahí, suspendido como el aliento en invierno. En las montañas del norte, donde el sol se oculta durante meses y el viento canta nombres olvidados, nadie escapa del todo.
Lina lo sabía. Lo había aprendido con los años, no en los libros, sino en la piel: en los dedos que perdió por congelación una madrugada de rescate, en los gritos que el viento le devolvía, en la fotografía que rompió pero nunca pudo quemar.
La montaña no perdona, pero tampoco olvida.
Por eso volvió. No por nostalgia. No por perdón. Volvió porque no podía seguir bajando pendientes por el mundo sin regresar al lugar donde se había detenido su vida.
Åre.
Allí, entre los árboles blancos como huesos, alguien nuevo llegaría. Alguien con una historia igual de rota, una herida que aún sangraba bajo la piel.
Y allí, donde la nieve lo cubría todo, dos caminos se cruzarían en silencio. No por destino. Sino porque, tarde o temprano, todos volvemos al lugar de la primera caída.