Reino Feérico de Lithiaj
Era la noche previa a año nuevo, el viento soplaba frío y los pinos se iban cubriendo poco a poco con cada copo de nieve que caía. Nunca había habido un invierno tan crudo en otras tierras como ese en Lithiaj. A través de las ventanas se podía escuchar el sonido de la rítmica orquesta y las voces de los invitados que llenaban el salón de fiesta de la mansión de los Langlois. Sibilia siempre había pensado en aquella casa como un castillo, un castillo gótico, diferente del palacio donde ella había vivido desde que nació, decorado con lo que los humanos llamarían un "estilo barroco" a gusto de su madre.
Su madre. Ese había sido el motivo por el cual había salido al balcón y se estaba congelando en ese instante. Ver a todas esas familias reunidas, felices y festejando, le había hecho revivir un dolor que todavía no había enterrado. El dolor de haberla perdido para siempre.
Había muerto el invierno anterior debido a las fuertes nevada y el frío despiadado, porque así era la muerte, impiadosa hasta con la realeza. El vacío que había dejado Emeliza no solo había afectado a su familia, sino que a todo Lithiaj, puesto que sin su bondad y sabiduría nada sería lo mismo. Desde ese entonces su padre había tenido que ocultar su dolor y salir adelante para mantener su Nación en pie. No podía permitir que Lithiaj se viniera a ruinas como la tierra gemela de Handasaj, olvidada al sur del territorio. No podía darles a sus hijos un futuro de tierras ennegrecidas por su tristeza.
- Te has olvidado el abrigo - dijo una voz familiar desde la puerta que daba salida al balcón.
Era Ericlian, el único hijo de los Langlois, una de las pocas familias nobles que aún existían, y su mejor amigo desde que había llegado a la capital de Lithiaj desde Faleer, una de sus provincias más lejanas, cuando tenía ocho.
- No tenía planeado quedarme tanto tiempo, solo necesitaba tomar un poco de aire - contestó Sibilia tomando el pesado chal de lana.
- Lo sé, estas fiestas no deben ser fáciles para ti y para tus hermanos, menos para tu padre, después de lo de tu madre - se acomodó a su lado - pero me gustaría pasar esta última noche contigo. Sabes que mañana debo partir.
Lo sabía, y eso solo empeoraba las cosas. No quería que Eric también se fuera, pero no era algo a lo que pudiera oponerse. Eric iría a una expedición por todo el reino junto al ejército del Rey con el fin de explorar nuevas tierras y en parte, tratar de averiguar cómo penetrar en Handasaj y así poder recuperarla. Su padre le había ofrecido a Eric unirse a su tropa debido a su don, el don de la memoria. Era capaz de memorizar todo a la perfección sin tener que concentrarse en ello, también podía hacer que el resto olvidara, y eso, para una exploración territorial era valioso.
Lithiaj y Handasaj eran lugares mágicos como los demás reinos feéricos, y sus habitantes también. Cada uno al llegar a la adultez era bendecido al recibir un don. Su padre había podido reclamar el trono ante sus hermanos gracias a poseer el don de controlar el día y la noche. Su madre, por otro lado, había obtenido el don de poder predecir los dóndes de los demás. Hasta sus hermanos ya habían recibido los suyos, pero Sibilia seguía sin poseer alguno por el momento.
Había quedado tan metida en sus pensamientos que no se había dado cuenta que estaba llorando hasta que un frío viento le refresco el trazo que habían dejado sus lágrimas.
- Tú también me dejarás - le reprochó entre sollozos, aunque no era su intención. No quería hacer sentir culpable a su amigo, no quería ser egoísta con él y pedirle que se quedara, sabía que Eric siempre había querido formar parte del ejército de expedición del Rey, o por lo menos servirlo, pero por algún motivo la idea le daba vueltas una y otra vez en la cabeza y no podía reprimir la idea de que algo le pasara.
- No lo haré, nunca lo he hecho, Sib, nunca lo haría.
Ambos miraban como el patio estaba teñido de verdes, grises, blanco y el cielo negro y espeso en las alturas. Solo las pesadas puertas de madera y cristal los separaban del jolgorio y el calor del interior. Años atrás, en ese mismo patio, habían jugado a las escondidas, a las atrapadas, no solo los dos, sino también con sus hermanos, y su madre las había retado innumerables veces a ella y a Clarisse por no comportarse como princesas, o por lo menos como señoritas. Y en los días fríos como aquel habían armado muñecos de nieve y habían hechos ángeles de la misma sustancia blanca, aunque más de una vez ambos habían terminado enfermos y metidos en cama toda una semana, al igual que cuando llovía y se pasaban las tardes bajo la lluvia, saltando en los charcos que dejaba la misma.
Editado: 05.09.2018