No podía creer que estuviese viviendo el sueño de su vida. Lo había deseado con todas sus fuerzas en la niñez y ahora por fin se había vuelto en realidad. Era parte del ejército. Si bien era cierto que no era de la parte activa, de la que va a las guerras y custodian al reino, había podido llegar a ser parte de la parte expedicionaria gracias a su don, aunque era cierto de que un poco de habilidad con la espada había tenido que adoptar por si era necesario.
Desde que había partido del corazón de Lithiaj el camino había sido tranquilo y sin peligros. No habían habido señales de los bárbaros que a veces amenazaban con atacar e invadir el reino, no habían habido disturbios entre y con las criaturas mágicas. Sólo la noche anterior habían tenido inconveniente con jauría de lobos hambrientos, en la cual sólo el segundo al mando del general Wiston, quien se encontraba en la capital, había resultado herido.
-Langlois, hoy será tu turno de supervisar los alrededores del campamento. Apenas la noche caiga saldrás- le habían ordenado ese día. Al fin tendría algo importante que hacer.
Esa misma noche se preparó para su recorrida armandose con su espada y encomendandose a su suerte y a su don, el que le garantizaría parte de la vuelta al no olvidar el camino.
El bosque lo acechaba con la oscuridad que se albergaba entre los pinos, y necesidad de querer usar una antorcha para alumbrar sus camino se superponía a la sensatez de no hacerlo, porque de lo contrario revelaría su posición a posibles enemigos.
Memorizaba cada árbol, cada piedra o cendero en su camino, y maldecía cada vez que pisaba alguna rama seca haciendo ruido o sus ropas se enganchaban con las extremidades enredosas de las plantas.
"No te quéjes, Ericlian, no maldigas", se repetía mentalmente una y otra vez mientras avanzaba. "Ésto es lo que siempre quisiste. Ésto es lo que tienes ahora".
Mientras avanzaba pensaba en cómo estarían sus padres, en Sibilia, a quien extrañaba a pesar de las cartas. Pensaba en Alissande, la hermosa joven que había conocido días previos a partir, y de la cual creía que se había enamorado.
De repente una visión naranja lo sacó de sus pensamientos. Próximo a él se habían empezado a alzar filas de crepitante fuego. No tardaría en arrasar con todas las plantas del lugar cubriendo la distancia entre donde estaba y el campamento. Tenía que alertar a los demás.
Comenzó a correr lo más rápido que pudo pero su velocidad no era suficiente. Sentía la densidad del calor en el aire, el fuego devoraba todo a su paso y le pisaba los talones. Podía escuchar el crepitar de sus llamas y la sensación de destrucción que le producía. Sacudió la cabeza para alejar todo aquello. Tenía que seguir corriendo, por él y por los demás.
La fuerza lo estaba abandonando y el cansancio estaba dispuesto a ocupar su lugar. Le costaba ver y aún más respirar. No había oxígeno, sólo cenizas, brasas y humo espeso.
Corrió invirtiendo la poca energía que le quedaba, ya podía ver el campamento aproximarse ante él pero aún estaba lo suficientemente lejos para poder llegar. Los músculos le dolían, la piel le ardía a causa del calor. La falta de oxigenación lo desvaneció haciendo caer a Ericlian sobre la tierra y hojas escabrosas. Trató levantarse pero no pudo, pues toda fuerza física y de voluntad lo habían abandonado, y sólo la resignación se había quedado con él.
Sintió pasos, pasos que podrían ser su esperanza para sobrevivir. Tal vez los demás ya sabían del incendio y habían ido en su busqueda. Los pasos tomaron la forma de sus emisores, eran dos hombres, pero ninguno de ellos llevaba el escudo del ejército en sus vestiduras. Lo último que pudo ver antes de que sus ojos cerraran fue el medallón que portaba uno de ellos, el cual estaba grabado con una calavera y un rosal.
Editado: 05.09.2018