El Cielo ardía.
No con fuego, sino con la luz desgajada de millones de alas rasgadas. Columnas de resplandor se quebraban como vidrio, y los cánticos que alguna vez habían sostenido la creación ahora eran gritos agonizantes. Ángeles contra ángeles. Hermandades enteras despedazándose en medio de un firmamento teñido de sangre luminosa.
En el centro de aquel caos, dos figuras se enfrentaban como astros condenados a chocar. Miguel, general del Cielo, temblaba al sostener su espada de fuego. Sus ojos, normalmente firmes como auroras, estaban ahora empañados de lágrimas. Frente a él, Luzbel, príncipe del Alba, resplandecía con un fulgor fracturado. Su belleza, antes sinónimo de armonía, ahora estaba torcida por el dolor de una traición que aún no comprendía.
—¿Por qué, Miguel? — su voz retumbó como un himno roto— ¿Por qué te pones en mi contra?
Miguel tragó el llanto que amenazaba con quebrarle la voz.
—Porque no me dejaste otra elección hermano mío.
Alrededor de ellos, la batalla alcanzaba un brutal paroxismo. Ángeles leales al Padre se estrellaban contra los seguidores de Luzbel; alas doradas chocaban contra márgenes ennegrecidos; cuerpos divinos se rasgaban, cayendo en espirales de luz rota. El aroma a esencia quemada impregnaba el firmamento. Gritos, ruegos, oraciones que ya nadie escuchaba.
Luzbel retrocedió un paso, no por miedo, sino por la herida invisible de escuchar a Miguel llamarlo hermano justo antes de levantarle la espada.
—Siempre creí que lo entenderías — susurró— Siempre pensé que de todos, tú serías quien caminaría conmigo.
La voz de Miguel se quebró.
—Yo habría caminado contigo hasta el fin de los mundos. Pero no puedo seguirte hacia la oscuridad.
Un silencio atroz se extendió entre ambos. Un silencio que dolía más que la guerra entera. Entonces Luzbel lanzó el primer ataque. Sus movimientos eran veloces, hermosos y desesperados. El choque de sus armas iluminó el Cielo con relámpagos dorados y negros. Cada embate era un grito de dolor; cada defensa, un ruego sin palabras. Miguel combatía mientras su corazón imploraba detenerse; Luzbel atacaba con la furia de quien siente que lo han abandonado.
—¡Traidor! —rugió Luzbel cuando la espada de Miguel cortó una de sus alas, esparciendo plumas ardientes— ¡Debiste estar a mi lado!
Miguel cayó de rodillas por un instante, no por el esfuerzo, sino por el peso insoportable de aquella palabra.
—Te amé —susurró con la voz hecha pedazos— Y por eso mismo no puedo dejar que destruyas lo que juramos proteger.
La batalla explotó alrededor de ellos. Ángeles caídos gritaban el nombre de Luzbel mientras eran derribados; los leales al Padre imploraban a Miguel que terminara de una vez. Una última oleada de luz descendió desde lo alto, como un juicio irreversible.
Miguel levantó su espada con manos temblorosas. Luzbel lo miró y por un brevísimo instante, su furia se quebró. Vio al ángel que había amado desde el principio de toda luz. Vio al hermano, al amigo, al deseo prohibido. Pero ya no había marcha atrás.
La espada atravesó su pecho. Un estallido de luz negra sacudió el Cielo entero. Los seguidores de Luzbel fueron derribados, derrotados, encadenados por la sentencia divina. Y entonces, una voz profunda, infinita, retumbó en todas las mentes:
—Luzbel, tú que fuiste el Alba, serás desterrado del Cielo por tu soberbia. Cae, hijo ingrato. Cae con aquellos que te siguieron. Que la Tierra sea tu cárcel. Que la oscuridad sea tu herencia.
Luzbel fue arrancado del Cielo como si lo desgajaran del propio tejido de la creación. Gritó, no por la herida en su cuerpo, sino por el dolor más insoportable: Miguel había sido quien lo derribó.
Mientras caía, vio las luces del Cielo alejarse, escuchó los alaridos de sus ángeles arrastrados tras él, sintió cómo su gloria se partía en pedazos. Llamó a Miguel, aunque sabía que no lo escucharía. La atmósfera ardió alrededor de su cuerpo. Sus alas arco iris se incendiaron. La Tierra apareció debajo, vasta, fría, desconocida.
Impactó contra el suelo como un astro vencido, levantando una montaña de cenizas y polvo estelar. Detrás de él, uno por uno, sus ángeles caídos también golpearon la Tierra.
El Cielo quedó en silencio. Miguel permaneció de pie, temblando, con la espada aún en la mano. Luego cayó de rodillas, el arma resonando contra el mármol celestial. Y lloró..Lloró como jamás lo había hecho. Lloró por perder al ser que más había amado. Por haber cumplido con su deber destruyendo su propio corazón.
Desde la herida abierta del Cielo, una pluma dorada cayó suavemente. Era la primera lágrima del Paraíso.
Y así comenzó la verdadera guerra.