La Caída De Luzbel

La Canción Rota del Alba

La oscuridad me envolvía como un océano viscoso. No sabía si estaba vivo, muerto o atrapado entre ambos estados. El silencio era absoluto, pero dentro de mi mente ardía un torbellino de imágenes que se negaban a morir. No podía escapar de ellas. Del Cielo destruido. De los gritos. De él.

Miguel.

Mi corazón, o lo que quedaba de él, palpitaba con un dolor que no pertenecía al cuerpo. Era una tormenta hecha de memoria y pérdida. Allí, en la penumbra de la inconsciencia, reviví la batalla que me había arrancado de la eternidad.

El Cielo se desgarraba en pedazos de luz.
Mis alas, antes un arco iris vivo, un reflejo perfecto de la armonía divina, brillaban con intensidad mientras lideraba a mis seguidores en la última resistencia. Pero cada golpe, cada choque, cada desgarro les robaba un color. El rojo se apagó primero. Luego el azul. El verde se tiñó de sangre celestial. El violeta se quebró entre alaridos.
Yo sentía cómo mi esencia se desmoronaba junto a ellas.

Ángeles de ambos bandos caían, envueltos en destellos mortales, mientras la creación observaba su primera tragedia. Y en el centro del caos él.

Miguel descendió ante mí como un amanecer herido. Sus alas doradas estaban desgarradas por la guerra. Su rostro, siempre sereno, ahora temblaba con la culpabilidad de quien se ve obligado a romper lo que ama.

Luzbel… por favor… —su voz era un susurro cargado de tormenta.

Mi pecho ardió.
Él era mi hermano.
Mi confidente.
Mi anhelo prohibido.
Mi prisión más dulce.

Y sin embargo, estaba allí como mi verdugo.

—¿Por qué? —le pregunté con una voz que no parecía mía— ¿Por qué eliges destruirme en vez de comprenderme? ¿Por qué no puedes caminar conmigo?

La expresión de Miguel se quebró como cristal bajo un latigazo de luz.

—Porque si camino contigo todo caerá —susurró— Yo caeré. Y no podré detenerme.

Yo ya no escuchaba razones. Solo escuchaba mi corazón rompiéndose. La batalla entre nosotros comenzó como un lamento y terminó como una sentencia. Cada golpe que nos dábamos arrancaba pedazos de cielo, fragmentos de eternidad. Mis alas perdían colores a cada movimiento, ennegreciéndose mientras intentaba forzar un destino distinto al impuesto. Miguel lloraba. Yo rugía.

Éramos dos almas unidas por el amor, condenadas por el deber, y destinadas a destruirse mutuamente. La espada de Miguel me atravesó cuando yo cometí el mayor error de mi existencia: buscar su mano en lugar de defenderme. No me derrotó su fuerza. Me derrotó mi amor por él.

El Cielo tembló. Mi última pluma color arco iris cayó al vacío. Y la voz del Padre perforó mi alma con una sentencia que quemó mi nombre, mi esencia, mi luz.

Serás desterrado, Luzbel. Cae. Pierde tus colores y toma la oscuridad que elegiste.

Sentí cómo mis alas, agotadas, se desgarraban por completo. Las plumas multicolores se incendiaron, consumidas por un fuego que no era fuego, sino dolor. En su lugar, huesos ardientes brotaron de mi espalda, y de ellos nacieron plumas negras como abismos..Ese fue el momento en que dejé de ser quien era. Ese fue el instante en que el Alba murió.

El despertar

Abrí los ojos. El mundo que me recibía no era cielo ni infierno. Era algo peor. La Tierra.

Oscura.
Fría.
Silenciosa.
Ajena.

El suelo húmedo me helaba los huesos recién moldeados. La atmósfera era pesada, áspera, como si cada respiración fuera recibida con desconfianza. Árboles retorcidos se alzaban alrededor, cubiertos por una penumbra densa que parecía observarme con cautela.

Intenté incorporarme. Las nuevas alas negras pesaban como el luto. Cada fibra dolía. Cada pluma ardía. Yo era un ángel caído, y mi cuerpo no había sido creado para soportar esta gravedad, este mundo, este dolor. La distancia con el Cielo era insoportable. El silencio lo hacía peor.

Miguel… —susurré, y mi voz se quebró como un pétalo marchito.

No respondió. El Cielo ya no me escuchaba.
Miguel ya no podía alcanzarme. Sentí la tierra hundirse bajo mis manos mientras un temblor recorría mi cuerpo. Lágrimas que ya no eran luz cayeron sobre el barro. Mi caída había terminado. Mi condena apenas empezaba. La oscuridad de la Tierra me envolvió como un presagio.

Y supe, entonces, que el amor que había tenido sería también mi mayor tormento.




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