El frío seguía clavándose en mi piel como agujas de hielo. Mi respiración era pesada, irregular, como si la Tierra entera me negara el derecho a existir en ella. Me incorporé lentamente, aún mareado, aún sintiendo cómo mis alas negras rozaban la humedad del suelo. Nunca había sentido tal vacío.
Nunca había sentido tal furia.
Mis ojos ardieron. La luz que antes irradiaban se había vuelto un resplandor oscuro, cargado de ira, dolor y un odio naciente aunque no hacia el Cielo, sino hacia mí mismo por haberlo perdido todo.
Entonces escuché algo. Un gemido. Un murmullo quebrado. Me volví con brusquedad, casi instintivamente desplegando mis nuevas alas negras. Entre los árboles retorcidos, vi una figura arrodillada, temblando. Su luz estaba apagándose como una vela en tormenta.
—Azrael — susurré, reconociendo sus facciones entre la suciedad y la sangre celestial.
Él levantó el rostro. Sus ojos ambarinos, alguna vez llenos de esperanza, ahora reflejaban desesperación.
—Mi príncipe ¿vivís? —Su voz tembló— Fuimos expulsados. Todos…
Sentí el corazón retorcerse. Detrás de él comenzaron a aparecer otros. Caídos.
Heridos. Desnudos de luz. Algunos sollozaban. Otros permanecían en silencio absoluto. Todos me miraban. Todos esperaban algo de mí.
Me puse de pie con esfuerzo y abrí mis alas negras por completo. Un murmullo de respeto, miedo y devoción recorrió a los sobrevivientes. Mis ojos se encontraron con los de cada uno. Vi la culpa. La soledad. El miedo. Y la certeza de que habían perdido el hogar para siempre.
Un nudo se formó en mi garganta, pero mi voz emergió firme, profunda, cargada de algo nuevo: una autoridad nacida del dolor.
—No permitiré — tragué aire, estabilizando mi respiración— No permitiré que ninguno de ustedes muera aquí.
Mi mirada recorrió sus rostros sucios, angustiados, rotos.
—No fuimos expulsados para perecer. Caí si, pero no estoy vencido.
Mi pecho ardió cuando lo dije.
—Juro ante ustedes que mientras mis alas existan los protegeré a todos.
Los caídos comenzaron a llorar. Algunos cayeron de rodillas. Otros extendieron sus manos hacia mí, como antaño hacia la luz del Cielo. No era el príncipe del Alba. Pero era su líder. Las sombras del bosque parecieron apartarse, como si aceptaran mi nueva naturaleza. Mis alas negras brillaron con un destello oscuro, amenazante. Yo ya no era Luzbel, príncipe del amanecer. Era el caído que se levantaría desde la tierra fría.
Mientras los reunía y ayudaba a incorporarse, un dolor punzante cruzó mi pecho. Algo, alguien, estaba tirando de mí.
No era odio. Era ausencia.
MiguelEn lo más alto del Cielo, Miguel se arrodillaba con la espada apoyada en el suelo. Su luz estaba apagada, tenue. Sus alas doradas, aunque intactas, vibraban con un temblor que jamás había mostrado ante nadie.
—Luzbel — susurró cerrando los ojos con fuerza, como si su nombre doliera más que cualquier herida física.
La inmensidad del Cielo parecía vacía sin él.
Un silencio insoportable reinaba donde antes había música. El Padre guardaba silencio. Los serafines lo observaban desde lejos, sin atreverse a acercarse.
Miguel llevó una mano a su pecho, donde una quemadura invisible seguía ardiendo, justo en el lugar donde Luzbel había tocado su alma en la batalla final.
—¿Dónde estás? —murmuró.
Su mente, que siempre había sido clara, ahora estaba dividida. Por un lado, la obediencia. Por el otro, un amor prohibido que gritaba por encima de todo. Supo entonces que no podría permanecer inmóvil.
Apoyó la frente contra el filo de su espada, cerró los ojos y dejó que su luz se extendiera hacia los rincones más ocultos de la creación, buscando, llamando, rogando encontrar siquiera un rastro del ser que había condenado con sus propias manos.
Un temblor atravesó su espalda. Un estremecimiento inesperado..Miguel sintió a Luzbel. Por un instante mínimo, pero real.
Una chispa, un latido, una sombra luminosa en la distancia.
—Luzbel… estás vivo…
Su voz se quebró. Y en ese momento lo decidió: Desobedecería el silencio del Creador. Desobedecería al Cielo entero, si era necesario. No podía dejarlo solo en un mundo desconocido. No podía perderlo otra vez.
Miguel abrió sus alas doradas.
LuzbelEntre los caídos, mientras ayudaba a uno de ellos a levantarse, sentí algo. Un tirón. Una corriente cálida en medio de mi hielo..Una vibración apenas perceptible, pero inconfundible. Mi respiración se detuvo.
—No —susurré para mí mismo.
Ese sentir. Ese calor. Ese temblor interno. Era Miguel. Él estaba buscándome. Mi corazón se desgarró con violencia. Una mezcla de rabia, amor, nostalgia y odio danzó en mis venas como veneno. No podía permitir que me encontrara. No así. No ahora.
Pero parte de mí, ardía por verlo. Por gritarle.
Por abrazarlo. Por destruirlo. Por amarlo. Por todo a la vez. Apreté los dientes. Mis alas negras crujieron.
—Reúnanse —ordené a los caídos con voz baja, pero firme— Vamos a marcharnos. No estamos seguros aquí.
Azrael me miró con temor.
—¿Qué sucede?
Mis ojos ardieron con un brillo oscuro.
—El Cielo nos está buscando.
Y muy lejos de allí, Miguel abrió los ojos de golpe.
—Luzbel te encontré.
Mientras tanto, en la Tierra, entre sombras y raíces retorcidas, yo levanté la vista al cielo nublado porque lo había sentido también. La historia de ambos estaba a punto de comenzar. Y ninguno estaba preparado para ello.