La Tierra temblaba bajo nuestros pasos. Habíamos caminado días enteros por bosques torcidos, montañas huecas y llanuras silenciosas. La luz del sol parecía rehúirnos; la noche nos envolvía como si quisiera reclamarnos. Yo podía sentir la presencia de Miguel en algún punto lejano, como un latido insistente en mis venas, pero el dolor de ese vínculo solo alimentaba mi orgullo herido. No podía regresar. No aún.
Tal vez nunca.
Los caídos me seguían sin cuestionarme, aunque el miedo era palpable en cada mirada. La Tierra estaba viva… demasiado viva. Algo nos acechaba en la oscuridad. Algo que no era humano ni celestial.
—Príncipe ¿a dónde vamos? —preguntó Azarel, con voz débil.
—A donde ningún monstruo ni ángel se atreverá a seguirnos —respondí sin volverme— A lo profundo.
Los demás intercambiaron miradas inquietas. La palabra profundo tenía un significado terrible para los seres de luz. Pero la necesidad era más fuerte que el miedo.
Continuamos avanzando hasta llegar a una grieta inmensa, una hendidura abierta en la tierra, como si el mundo hubiera sido rasgado por una mano colosal. De ella emanaba un calor seco y oscuro, acompañado por un susurro casi humano.
Las almas. Miles de voces atrapadas. Llanto silencioso. Lamentos que arañaban los bordes del abismo.
—¿Qué es este lugar? —susurró un caído, horrorizado.
—Un corazón —respondí lentamente— El corazón de la oscuridad. De la creación que se esconde bajo la creación.
Me acerqué al borde. Las sombras parecían inclinarse hacia mí, reconociéndome.
—Aquí yacen las almas humanas que pecaron antes de que nosotros cayéramos.
Los caídos retrocedieron.
—¿Humanos? —Azrael frunció el ceño— ¿Ya existían?
—En silencio, en sombra, apenas nacidos pero sí.
Mis ojos se oscurecieron.
—Y ahora este lugar nos pertenece.
La grieta se abrió un poco más, como invitándonos. Yo di el primer paso hacia el abismo. Mis alas negras brillaron con un destello azulado, casi imperceptible. Las sombras me recibieron sin resistencia. Y entonces lo sentí:
Una vibración profunda, una energía antigua, pura oscuridad latente. Pero en ella, una chispa. Una luz enterrada. Mi propia luz. La misma que me negaba a reconocer. La misma que ardía por Miguel.
El descensoLos caídos me siguieron uno a uno, temblando. El abismo los envolvió con un silencio absoluto. La oscuridad era espesa, casi palpable. Pero no era muerte. Era potencial.
Mientras descendíamos por cavernas iluminadas por el brillo tenue de las almas, el mundo cambió a nuestro alrededor. Las paredes se volvieron negras como obsidiana. El aire tomó un tono metálico..La gravedad comenzó a fallar. Y desde lo profundo surgieron raíles de luz negra que trazaban formas imposibles.
Las almas humanas, atrapadas en bucles eternos de culpa, nos miraban pasar como si fuéramos nuevos dioses o nuevos castigos.
—Aquí construiremos algo nuevo —dije finalmente— Nuestro reino.
Mi voz resonó por toda la caverna gigantesca, reverberando como un trueno contenido.
—Ya no somos del Cielo. Ya no pertenecemos a la Tierra.
Me volví hacia ellos.
—Este será nuestro hogar.
Mi pecho ardió.
—Nuestro Inframundo.
Los caídos se arrodillaron, algunos llorando, otros riendo con histeria contenida. Por primera vez desde nuestra caída tenían un propósito. Yo extendí mis alas negras. Las sombras respondieron, envolviendo mis plumas con reverencia.
Un círculo de luz roja brotó bajo mis pies, elevándome. El Inframundo me reconocía como su rey. Su primer señor. Su hijo adoptivo. O su prisionero. Mientras sentía ese poder recorrerme una punzada atravesó mi pecho.
Miguel.
Mi luz interior esa que creí muerta, palpitó con fuerza. Como un recuerdo hermoso que se negaba a desaparecer. Como un deseo prohibido que jamás podría aplastarse del todo. Yo quería regresar. Quería verlo. Quería sentir su mano en mi rostro. Quería que me llamara por mi nombre como lo hacía antes.
Quería amarlo.
Pero mi orgullo, mi orgullo no me dejaba levantar la mirada hacia el cielo..Ni aceptar cuánto había perdido.
—Príncipe —susurró Azrael— ¿Estás bien?
Clavé mis uñas en la piedra negra hasta hacerla sangrar sombras.
—Estoy completo —mentí.
En el CieloMiguel había descendido hasta el borde de la Tierra pero no más. No porque no quisiera. Sino porque aún no lo encontraba.
—Luzbel —susurró, con voz quebrada— Dónde te escondes…
Sus alas doradas brillaban con un fulgor apagado. Su mirada recorría el horizonte como si buscara un fantasma.
Pero no sabía que yo ya no estaba sobre la Tierra. Yo estaba debajo..En un reino que él jamás podría imaginar.
Inframundo — El nacimiento de un tronoMi cuerpo ardió de pronto. Un dolor feroz. Un tirón en el alma. Las sombras se abrieron bajo mis pies, revelando el fondo verdadero del Inframundo: un océano líquido de oscuridad viva. Las almas humanas gritaron.
Los caídos se apartaron. Y desde lo más profundo, una voz susurró:
—Bienvenido, Luzbel. Rey de lo que aún no existe. Padre de lo que nacerá del dolor.
Dueño de las almas negras.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Mis alas negras se abrieron por completo y un brillo en su interior se encendió.
No luz pura.
No luz celestial.
Una luz nueva.
Peligrosa.
Prohibida.
El Inframundo vibró. Las almas se inclinaron.
Los caídos retrocedieron ante mi resplandor.
Y yo, con un latido oscuro en el pecho, supe que algo había despertado dentro de mí. Algo que ni el Padre, ni Miguel podrían detener. Y en ese mismo instante, muy lejos de allí:
Miguel sintió un estremecimiento tan fuerte que cayó de rodillas.