El Abismo respiraba. Podía sentirlo como un ser vivo: pulsaba, se expandía, se contraía, murmuraba entre sus entrañas como un corazón oscuro que recién había despertado. Yo me mantenía de pie en el centro de la gran caverna, con mis alas negras abiertas, absorbiendo su energía.
La luz que aún ardía en mi interior se agitaba, oculta, reprimida, pero no extinguida. Ese contraste, mi antigua luz y mi nueva oscuridad, era una guerra constante en mi pecho.
—Príncipe ¿qué es lo que planeas? —susurró Azrael, temblando.
Yo levanté la mano hacia el fondo del Abismo. Las sombras respondieron.
El nacimiento del ejércitoDel suelo, de los muros, de las almas humanas quebradas, surgieron grietas profundas. De ellas emergieron criaturas hechas de humo vivo, piel gris pálido, ojos rojos como brasas, garras afiladas y alas rasgadas. Algunos caminaban, otros serpenteaban, otros flotaban como espectros densos que respiraban odio.
No tenían forma fija; eran demonios de sombra, nacidos de mi caída, de mi resentimiento, de la oscuridad misma.
Uno, luego otro, decenas y cientos. El Inframundo tembló, celebrando su nacimiento. Azrael retrocedió, pero yo levanté una mano para tranquilizarlo.
—No temáis —dije, aunque mi propia voz sonaba diferente, más profunda, más fría— Son nuestros. Hijos del abismo. Hijos míos.
Los demonios se arrodillaron ante mí, como si reconocieran a su rey. Mis alas negras se expandieron, enormes, imponentes, como un eclipse viviente. Y con un solo gesto, los conduzco hacia la horda.
—Escuchad mi mandato.
El aire se volvió pesado. Las almas humanas gimieron. Los caídos contuvieron el aliento.
—Vayan a la Tierra —ordené— Sean sombras en cada rincón, tentación en cada anhelo, tormento en cada alma imperfecta.
Mi voz resonó en el abismo.
—Tienten. Engañen. Corrompan. Alimentense de sus miedos y deseos. Rompqn sus convicciones. Dobleguen sus corazones.
Los demonios rugieron al unísono, como un ejército hambriento.
—Hagan del mundo un caos que el Cielo no pueda ignorar.
Una sonrisa amarga cruzó mis labios. Mientras mis demonios ascendían hacia las grietas que conducían al mundo mortal, una punzada feroz cruzó mi pecho. Una punzada con nombre.
Miguel.
Mis alas temblaron. Mi respiración se volvió irregular. Mi corazón, lleno de sombras lo llamaba. Lo amaba todavía. Con un amor que dolía más que cualquier herida. Con un deseo que ardía incluso bajo toneladas de oscuridad. Pero mi orgullo….mi orgullo no me permitía retroceder. Yo había caído. Él me había derribado. Y aun así ¿por qué lo anhelaba tanto?
Miguel desciende al AbismoLa grieta que separaba la Tierra del Inframundo se abrió con violencia, como un portal que no deseaba ser cruzado. Miguel descendió con sus alas doradas extendidas, su luz debilitada pero persistente. Su rostro estaba marcado por la desesperación, por noches de vigilia sin descanso.
Cuando puso un pie en el Abismo, las sombras retrocedieron, rechinando, como bestias temerosas de la luz. Pero Miguel no tenía miedo. No del Abismo. Solo de una cosa:
Que Luzbel no quisiera verlo.
—Luzbel — murmuró, su voz quebrándose en el eco muerto — Por favor…
La oscuridad respondió con un rugido. Yo aparecí entre las sombras. Altivo. Hermoso aún, aunque en un modo inquietante. Mi piel brillaba con un tenue resplandor oscuro, mis alas negras rozaban el suelo, mis ojos ardían con un fuego que nacía del amor sofocado y del odio contenido. Miguel tragó un sollozo.
Yo apreté los dientes.
—Has venido —dije, con voz baja y amarga.
—Tenía que verte — respondió él, avanzando un paso.
Su rostro. Su luz. Su bondad. Derrumbaron todas mis defensas. Por un instante.
—No deberías estar aquí —susurré.
—No puedo existir si tú no existes —dijo Miguel, sin temblar— Luzbel… yo…
—No digas mi nombre —lo interrumpí, dando un paso hacia atrás, como si él fuera un veneno.
Miguel bajó la mirada, pero no retrocedió.
—Te amo —confesó finalmente, con la voz de alguien que se rinde ante su verdad— Siempre te amé. Antes de la rebelión. Antes de la caída. Antes de que tú cambiaras.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Caí cuando tú caíste, Luzbel. Solo que mi cuerpo sigue allá arriba.
Aquellas palabras me golpearon como una tormenta. Mi interior ardió. Mi luz escondida quiso salir. Mi oscuridad quiso devorarlo. Mi amor quiso abrazarlo. Mi orgullo quiso destruirlo.
—No me digas esas cosas —murmuré, con las manos temblando — No después de lo que hicimos. De lo que perdimos.
Miguel dio un paso más.
—No después —dijo suavemente— Sino por lo que perdimos.
Sus dedos rozaron mi mejilla. Un contacto breve. Devastador. Sagrado. Mis alas negras se agitaron con violencia, como si quisieran arrancarse de mi cuerpo por la tensión insoportable entre mi luz interior y mi oscuridad.
—No me toques —susurré, aunque mi piel rogaba lo contrario.
Miguel no obedeció. Su mano se apoyó por completo en mi rostro. Mi respiración se quebró. El mundo se desvaneció. El Abismo tembló. Las almas aullaron. Y en ese instante mi luz volvió a brillar.
Pequeña.
Dolorosa.
Real.
Miguel lo vio..Sus ojos se abrieron con un brillo esperanzado, casi infantil.
—Aún estás ahí —susurró— Aún eres mi Luzbel.
Yo cerré los ojos de golpe y lo aparté con brutalidad.
—Ya no soy tuyo —dije entre dientes— Y tú ya no eres mío.
Miguel cayó de rodillas. Su luz titubeó..Y desde la oscuridad profunda, algo despertó.
Algo gigantesco.
Algo antiguo.
Algo que no pertenecía a ningún reino.
Su voz retumbó, ronca, profunda, distorsionada:
—REY DEL ABISMO. TU LUZ HA DESPERTADO..Y NO ESTOY DE ACUERDO.
Yo abrí los ojos de par en par. Miguel levantó la vista, horrorizado. Las sombras se unieron se retorcieron y tomaron forma. Una colosal criatura surgió, hecha de oscuridad pura, más poderosa que cualquier demonio que hubiera nacido antes..Y la bestia gritó: