La Caída De Luzbel

Lo Que Aún No Ha Ocurrido

Nada había pasado. El Cielo seguía intacto.
Los coros aún cantaban. El tiempo no había sido herido. Y, sin embargo, Luzbel estaba roto por dentro. Caminaba entre columnas de luz como si cargara un mundo en ruinas que solo él podía ver. El eco de los gritos los de Miguel aún le desgarraban el pecho, aunque el aire ahora estuviera lleno de paz.

Entonces lo vio. Miguel volaba hacia él, con sus alas doradas abiertas, la sonrisa franca, los ojos llenos de amor. No había miedo en su rostro. No había sombras. Solo felicidad.

Ese contraste fue demasiado. Luzbel abrió las alas arcoíris y voló hacia él como una estrella que cae al revés, impulsada por la desesperación. Lo abrazó con una fuerza que temblaba, envolviéndolo por completo con sus alas majestuosas. Sus manos se aferraron a la túnica de Miguel como si el universo intentara arrebatárselo.

—Miguel —sollozó— Miguel, mi amor.

Lo besó. Una vez. Dos. Muchas veces. Besos urgentes, temblorosos, como si cada uno fuera una promesa de que el futuro no volvería a robarle nada.

—Te amo —susurró entre besos— Te amo más de lo que las palabras pueden sostener. Te amo… te amo… te amo…

Miguel quedó inmóvil un instante, sorprendido. Sus alas se cerraron por reflejo, y sus manos tardaron un segundo en encontrar la espalda de Luzbel.

—Luz —dijo, con una risa suave que mezclaba desconcierto y ternura— ¿Qué ocurre?

Luzbel lo abrazó aún más, escondiendo el rostro en su cuello, respirándolo como si fuera aire.

—Pensé que te perdía —confesó con la voz rota— Pensé que mi amor te condenaba. Que mi orgullo te llevaba al dolor y al sufrimiento.

Miguel lo separó apenas, lo suficiente para mirarlo a los ojos. Sus manos tomaron el rostro de Luzbel con cuidado reverente.

—Hey —dijo con dulzura— Estoy aquí. Estoy bien.

Luzbel negó, incapaz de soltarlo.

—No lo sabes —susurró— No sabes lo que vi. No sabes lo que sentí al oírte gritar mi nombre…

Miguel frunció levemente el ceño, preocupado, pero sin miedo.

—No entiendo —admitió— Pero sí sé una cosa.

Lo besó. Un beso lento, cálido, lleno de amor tranquilo.

—Te amo, Luzbel. Y soy feliz amándote. Nada más importa ahora.

Luzbel cerró los ojos. Las lágrimas se deslizaron, silenciosas.

—Eres demasiado puro para cargar con mis sombras —dijo— Y aun así me eliges.

Miguel sonrió, apoyando la frente en la de él.

—Porque no veo sombras cuando te miro. Veo luz. Veo al ángel que me enseñó a amar sin miedo.

Luzbel lo envolvió de nuevo con sus alas, como un santuario.

—Te protegeré —prometió— De todo. Incluso de mí, si alguna vez fuera necesario.

Miguel rió suavemente, feliz, y lo abrazó con la misma intensidad.

—Entonces quédate conmigo —pidió— Aquí. Ahora. Amémonos como si el tiempo no existiera.

Luzbel asintió, besándolo una vez más, esta vez con calma, con devoción.

—Siempre —respondió— Mientras tenga luz, será tuya.

Y en ese instante, bajo el cielo intacto,
el amor que aún no había sido puesto a prueba se selló con una promesa silenciosa.

Una promesa que solo Luzbel sabía cuánto costaba cumplir.




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