EPÍLOGO

Donde el Destino Aprende a Callar

El Cielo nunca volvió a ser el mismo. No porque se hubiera roto, ni porque hubiese perdido su pureza, sino porque aprendió.
Aprendió que la obediencia sin amor es silencio vacío. Aprendió que el poder sin humildad se vuelve eco. Y aprendió, sobre todo, que amar también es una forma de sostener el universo.

Luzbel caminaba junto a Miguel por los corredores de luz, con las alas plegadas, sin buscar miradas ni alabanzas. Ya no necesitaba ser adorado. Había elegido algo más difícil: permanecer. Miguel lo observaba a veces en silencio, con esa sonrisa suave que nunca había cambiado. Para él, nada había sido arrebatado; todo había sido confirmado. Amaba a Luzbel sin temor, sin visiones que lo persiguieran, sin sombras que lo reclamaran.

Y aun así, Luzbel sabía. Sabía lo que podría haber sido. Sabía el precio que no se pagó.
Sabía el dolor que quedó suspendido en un futuro que jamás llegó a nacer. No como amenaza, sino como advertencia amorosa.

El Padre observaba desde la quietud eterna. No intervenía. No corregía. Solo contemplaba. Había dado a su hijo más poderoso la mayor de las responsabilidades:
elegir cada día. Y Luzbel elegía. Elegía a Miguel cuando el orgullo susurraba.
Elegía la humildad cuando la admiración tentaba. Elegía el amor cuando el poder pedía ser ejercido.

Los ángeles cantaban.
El equilibrio se mantenía.
La caída jamás ocurrió.

Y, sin embargo, el mundo era más fuerte por ello. Porque el destino no fue impuesto. Fue transformado. En el borde del firmamento, Miguel tomó la mano de Luzbel.

—¿En qué piensas? —preguntó.

Luzbel lo miró, con una ternura profunda, madura.

—En que el amor no salvó al mundo —respondió— Pero salvó lo suficiente.

Miguel sonrió y apoyó la frente en la suya.

—Entonces fue más que suficiente.

Las estrellas brillaron un poco más..Y por primera vez desde el inicio de los tiempos,.el futuro descansó.

FIN