La caída de Nisrán

Prólogo

La mesa se tambaleó cuando dejó caer sus cosas sobre ella. Arthur suspiró. Ya llevaba un mes desde su llegada a este país, y no importaba cuánto buscara, la mayoría de las cosas allí resultaban estar rotas o simplemente eran inutilizables. Revisó la habitación intentando encontrar algo en lo que pudiera sentarse. Su lámpara de aceite apenas sí lograba alumbrar un poco dentro de las ruinas que quedaban de aquella casa. Una parte de él se lamentó no haber comprado una linterna a baterías antes de emprender el viaje. Sin embargo, las cosas electrónicas pocas veces servían para algo más que su uso preestablecido. Por otro lado, lo anticuado solía poder hacer mucho más de lo que aparentaba.

-Entiendo lo de la catástrofe y eso, - dijo levantando una vieja y oxidada silla metálica la cual carecía de respaldo – pero esta pila de basura empieza a cansarme.

Miró en su dirección, esperando que contestara. No obtuvo respuesta. Ella nunca respondía. Al menos no de forma humana.

Dejó la silla junto al mueble torcido que había decidido utilizar como mesa. Se quitó su gabardina roja escarlata y la colocó como funda sobre su nuevo asiento. No le preocupaba que se ensuciara. Luego de tantos años usando los mismos harapos había dejado de prestar atención en el cuidado de sus prendas. Una vez resuelto ese asunto se acomodó su alzacuellos y se dirigió nuevamente hacia la esquina de la habitación. Había allí un polvoriento y deteriorado sofá de una pieza. Arremangándose la camisa lo empujó. Una nube de mugre se levantó en cuanto comenzó a moverse. Las patas de madera rechinaron ásperamente al deslizar sobre el suelo de cemento. Lo llevó hasta el centro exacto de la sala. Ella se encontraba allí, de pie, observando todo lo que él hacía sin emitir palabra alguna.

-Bien. – Exclamó al tiempo que alzaba su mano derecha para observar el anillo de oro que había encontrado esa misma tarde. Se lo quitó y lo depositó sobre el sofá. – Creo que con eso será suficiente.

Volvió a su mesa de trabajo y se sentó. La antigua silla crujió bajo su peso. Arthur metió la mano en su bolso y comenzó a sacar cosas. Un libro, una vela, un crucifijo de plata, un reloj de bolsillo, otro de arena, una pluma y su libreta. Se colocó el crucifijo alrededor del cuello. Abrió su libreta, encendió la vela y la depositó a un lado. Revisó la hora en el reloj de bolsillo.

-Las doce en punto – confirmó. – No existe mejor momento para comenzar, ¿verdad?

Esta vez sí hubo una respuesta. Aunque no fueron palabras.

Una ráfaga de viento apareció súbitamente. Arthur no se inmutó. Toda la habitación se iluminó con un brillo rojizo como la sangre. El anillo de oro desapareció. En su lugar, otro hombre se hizo visible en la sala. Sentado sobre el roído sofá, se veía bajito y delgado. Llevaba puesto el uniforme de algún ejército que Arthur desconocía. Bien peinado, pero con el pecho lleno de agujeros y sangre seca. No aparentaba ser mucho más que un adolescente recién salido del bachillerato, aunque técnicamente tenía muchos más años de lo que cualquier humano podría vivir. Tanto su piel como su ropa se veían translúcidas, dando la impresión de que estaba y no estaba allí al mismo tiempo.

-¿Qu…? ¿Qué? ¡¿Dónde…?! ¡¿Dónde estoy?! – el hombre despertó de repente de su sueño. En seguida intentó agitarse, pero sus movimientos se vieron completamente frustrados. Notó con espanto que algo mantenía sus piernas y sus brazos bien pegados al sofá. Una cadena transparente que sólo era visible gracias a los repentinos reflejos de aquella extraña luz. - ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Dónde diablos…?!

Siguieron a estas una serie de largas y tediosas preguntas que, a estas alturas, Arthur ya estaba cansado de escuchar. Sin prestar mucha atención al individuo tomó su pluma y dio vuelta el reloj de arena. Revisó sus notas. Llevaba días esperando encontrar alguna pista. No obstante, solo había fracasado una y otra vez. Tras más de veinte entrevistados, todavía nada.

-¡¿Quién eres?! – bramó finalmente el hombre.

Arthur sonrió. Ya era hora de empezar a aprovechar el tiempo. Se volteó hacia su nuevo compañero. Las flamas de la vela destellaron en sus ojos verdes llenos de entusiasmo. <<¿Será este el bueno?>> Se preguntó con cierta emoción.

-Mi nombre es Arthur Wallas. – Se presentó con gracia, imitando una reverencia. – Historiador sin título y exorcista sin licencia…

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<<Righam Noirl, testigo número veintisiete…>> Repitió en su cabeza mientras escribía en la libreta. Llevaban tan solo diez minutos de entrevista y el hombre ya estaba relativamente tranquilo. Eso suponía un nuevo récord sin duda. Luego de lo que había logrado hablar con el joven días atrás su investigación había dado un importante salto. A partir de ahora, debería poder dejar de buscar a tientas y concentrarse en seguir el rastro.

El hombre frente a él era mucho más anciano que los demás. Traía puesto un traje de gala completo, aunque bastante maltratado. Lleno de tierra y marcas, casi parecía como si lo hubiesen arrollado en medio de la carretera. Arthur miraba con curiosidad su rostro. Le faltaba la oreja derecha. En su lugar había una especie de hueco que se extendía con un gran corte hasta su mentón. Extrañamente, una sangre blancuzca continuaba brotando de la herida, tan traslúcida como el resto de su cuerpo.

-… ¿Ha oído hablar de este? – le preguntó sin sutileza. Basado en lo último que había aprendido, las cosas interesantes se remontaban mucho más atrás en la historia de lo que había calculado en un principio.




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