—Con esto en mente, preparémonos para recibir al primer predicador… — la voz de Jadnira resonó en los altoparlantes del templo.
Ella apenas estaba terminando cuando Zranary llegó hasta el último piso, o al menos eso creyó. Tuvo que esperar otros quince minutos antes de que ella decidiera cederle el lugar. Finalmente, cuando fue nombrado, unos acólitos le abrieron la puerta dándole paso.
Zranary respiró profundo, el aire resultaba especialmente fresco esa mañana. Caminó por el balcón con una presencia imponente. Había olvidado ese sentimiento. Ese orgullo abrasador que le permitía ver sus alrededores como si todo lo que allí se encontrara estuviera bajo su control.
El balcón era un amplio espacio ubicado en la sexta planta del templo. Allí había un gran asiento central que lucía como el trono de un mismísimo rey, ubicado en medio de todo y con vista perfecta a la plaza de Garis. Ese era su lugar, el lugar del único predicador de primer nivel, el lugar del portador de la voz de Garis. A ambos lados de este se encontraban otros asientos, seis de cada lado para ser exactos, uno para cada voz de los arcontes. Los predicadores de segundo nivel estaban sentados allí. Las doce voces de los doce arcontes se voltearon a verlo e inclinaron sus cabezas en forma de reverencia. Él devolvió el saludo, simplemente para no ser descortés en público.
Siguió de largo, sin parar en su asiento. Unos pasos más adelante, se encontraba Jadnira, aún de pie junto al micrófono. Su cabello oscuro como el azabache ondeaba en el viento y sus ojos color avellana brillaban con fulgor bajo la luz del mediodía. La indudablemente hermosa predicadora de segundo nivel, voz directa de Vestus, no debía estar muy contenta con su llegada. Después de todo, no había nadie entre los predicadores con quien se llevara peor que con ella. Aun así Jadnira no mostró ni una pizca del desprecio que le dedicaba a diario. Simplemente sonrió para recibirlo, luego también hizo una profunda reverencia y se retiró a su asiento.
<<Aah…así te ves mucho más bonita.>> Pensó. Tan tranquila y solemne, casi parecía la dama que siempre fingía ser. Pero Zranary sabía la verdad.
—Muy bien, – susurró para sí, apartando esos pesados pensamientos. – hagamos esto.
Se paró frente al micrófono. Apoyando sobre el estrado El Testimonio Original, lo abrió. Miró hacia arriba y alzó las manos. Delante de él una barandilla señalizaba el final del balcón. Ese era el lugar más alto de la ciudad. Bajo ellos se extendía la capital de Garis. La parte frontal del templo estaba vacía, salvo por unos pocos acólitos que esperaban paciente la señal para actuar. La calle había sido obstruida por filas de hombres de la milicia. Todos con el uniforme impecable, aguantando firmes lo que vendría. Por último, cruzando el pavimento, se encontraba la plaza central. Esa era sin duda alguna el lugar de encuentro más amplio y bonito de todo Nisrán. Abarcaba prácticamente una hectárea entera, y aun así había una multitud suficiente como para que el lugar pareciera a punto de desbordarse. Los murmullos se callaron en cuanto notaron su presencia. El mundo entero se enmudeció por un momento. Todos miraban con inquietud en su dirección. La tensión podía palparse en el ambiente. Era de esperarse, pues celebraciones como esa se realizaban solo una vez cada cuatro años. Y en ese momento, estaba a punto de realizar la segunda en menos de una semana.
Tomó aire.
—¡Buenos días, queridos hermanos! – su voz resonó con fuerza por los parlantes distribuidos por todo el lugar. El cuerpo de la milicia, al igual que la mayoría de plebeyos, inclinaron la cabeza. — Espero puedan perdonar mi retraso. Hubo muchos asuntos de los cuales debía encargarme para este momento.
Hizo un ademán en forma de disculpa. Luego tomó el libro sagrado con ambas manos, apoyándose firmemente sobre el estrado.
— Igualmente, estoy seguro de que la hermana Jadnira ya les habrá hablado largo y tendido sobre lo que presenciaremos a continuación.
Observó el cielo un segundo. Por la posición del sol, solo tendría algunos minutos antes de que se posara sobre el templo. <<Supongo que Keba tenía razón>>. Se lamentó. No podría entretenerse más. De otra forma perdería la oportunidad.
—Tráiganlos.
La plaza entera pareció congelarse. Todo mundo se quedó tan estático como los soldados de la milicia, aguardando expectantes. El viento de la mañana dejó de soplar, sumiendo los alrededores en una quietud absoluta. Desde allí arriba, Zranary pudo notar las expresiones ansiosas, como una mezcla de temor y deseo dibujándose en los rostros de las personas. Hasta los acólitos, quienes llevaban tiempo esperando escuchar la señal, se olvidaron por un segundo lo que debían hacer. Pudo oír la voz de Keba lanzando órdenes tan claramente como si estuviera a su lado.
Entonces el chirrido de unas bisagras desgarró el aire. La puerta de acero principal se abrió y, más tarde, Zranary juraría que fue capaz de sentir su vibración en el rostro. Ocho hombres salieron caminando, cada uno cargando una figura. Los Shinn bajaron los escalones del templo, desfilando a la vista de todo mundo. <<Adelante mi querido Narav. Saluda a tu pueblo como tanto te gustaba hacerlo. Veamos cómo te reciben ahora.>>
—¡Hermanos…!
—¡PUDRANSE! — su voz fue interrumpida por un hombre entre el tumulto.
—¡QUE LOS CAIDOS LOS DESGARREN! — lanzó el siguiente.
—¡TRAIDORES!
—¡A LA MIERDA CON LOS SHINN!
Uno tras otro, los gritos se empezaron a acumular. El silencio que había anteriormente se hizo añicos bajo la avalancha de improperios y maldiciones. Volaron latas, fruta y muchas más porquerías por los aires, alcanzando tanto a los cadáveres como a los pobres devotos que los sujetaban. Zranary rio por lo bajo, intentando disimular su regocijo. Luego de estos últimos años soportando las estúpidas decisiones de Narav, al fin el pueblo lo veía como realmente era: un embustero en todos los significados de la palabra. No detuvo a la muchedumbre. De hecho, se quedó en silencio mientras disfrutaba de la trifulca. Los acólitos llevaron los cuerpos a sus respectivos lugares con dificultad, intentando esquivar en cada paso la chatarra que caía sobre sus cabezas. Solo entonces se dignó a poner un pequeño alto a todo aquello. No lo hizo porque quisiera detenerlos, sino porque el ritual debía comenzar.
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Editado: 31.08.2025