—Ahhh. ¡Qué bonito día para salir a conocer el vecindario!
Pilar se desperezó estirando los brazos al cielo mientras observaba el sol brillar a través de la ventana. Se había mudado hace dos meses; sin embargo, aún no había recorrido los alrededores. Primero, porque no se había habituado del todo a vivir sola; segundo, era tímida y un poco miedosa.
Sus tíos habían insistido en que se quedará con ellos y viajara desde casa a la universidad, pero se había negado. Les agradecía sus cuidados: la habían acogido cuando murieron sus padres; no obstante, ya tenía veinte años y quería comenzar su vida en la enseñanza superior siendo más independiente. De todas formas, su preocupación y cuidados los habían motivado a arrendar una habitación en una pensión en el "barrio universitario" para ella. Así ellos estarían tranquilos; y ella más segura.
Se colgó la cartera al hombro y salió a la calle. El lugar era animado, lleno de locales de comida rápida, restaurantes y negocios pequeños. Recorrió la avenida con calma, sin detenerse en ninguno, disfrutando de su tiempo de ocio.
Una tienda en particular llamó su atención. Ubicada entre un café y un puesto de artesanías, sus vitrinas exponían una gran variedad de tés. Nemone se leía en el mostrador, nada más entrar. Lo encontró encantador; tanto el letrero —escrito con una cuerda color marrón sobre una tablilla de madera barnizada— como la forma en la que estaban distribuidos los productos sobre los estantes y los estantes mismos: hechos de madera en bruto, sin pulir ni lijar y con solo una capa se barniz encima.
—¡Bienvenida! —Una joven de rostro redondo y aspecto agradable, la saludó con un marcado acento venezolano—. Avísame si necesitas algo, ¿ok?
Pilar sonrió y asintió con la cabeza.
Revisó el entorno. Había todo tipo de tés: rojo, verde, negro, de hierbas, con escénicas herbales, con frutos deshidratados. No sabía cuál escoger. Por instinto, tomó uno. No por su sabor, si no por el recipiente en el que estaba empacado: un baúl antiguo, de esos que las abuelas usaban para guardar la ropa.
—¿Vas a llevar ese? —preguntó la dependienta, pensando que ya había hecho su elección.
—Yo… —Pilar, dudó. No sabía por qué lo había tomado, pero ahora, no podía soltarlo—. Emm… Bueno…
Lo giró para revisar qué tipo de té era, no quería que la joven pensará que había entrado a robar. Sin embargo, la sacudida que sintió bajo sus pies paralizó sus movimientos. No fue larga, solo lo suficiente para detener su corazón.
—¡Coño! ¡Ese temblor me asustó! —exclamó en tono alarmado la muchacha a cargo del local, luego, rio—: ¡Ja, ja, ja! Menos mal que fue corto. No sé cómo ustedes los chilenos están tan acostumbrados a ellos.
Sin embargo Pilar no respondió, su rostro estaba blanco, su mirada absorta en la caja en sus manos.
Soltó el recipiente y se dio la vuelta. De manera torpe, salió del local. Necesitaba llegar a su habitación antes de que una nueva crisis comenzará. Su cuerpo temblaba, sus manos sudaban y su visión comenzaba a ponerse borrosa. Pronto, todo a su alrededor se volvería negó.
En tanto cruzó la puerta, se sentó en el piso y se abrazó las piernas. Su corazón golpeteaba como un tambor; en su cabeza, un pitillo agudo le impedía escuchar, la oscuridad se cernía sobre ella y se hacía asfixiante. De pronto, la habitación comenzó a reducirse, el cuarto se hizo pequeño, muy pequeño; aprisionándola, confinándola en aquella caja.
Su respiración se volvió pesada, las lágrimas descendieron, los recuerdos amargos brotaron.
«Mami… Tengo miedo», gimió, su yo de nueve años.
Desde fuera de la caja, la voz dulce de su madre calmaba su llanto:
«Todo va a estar bien, amor. Ya va a pasar..., va a pasar.»
Aseguró la mujer segundos después meterla dentro del cofre heredado de la abuela, envuelta en mantas. Pero no había pasado. El edificio de cemento continuó sacudiéndose con fuerza, su estructura crujiendo de manera aterradora.
«¡La puerta no habré! ¡No hay por donde salir!», gritó su padre, al tiempo que rompía las ventanas buscando una vía de escape.
Las vigas, tan viejas como la construcción, habían desnivelado los aleros de la puerta impidiendo que está se abriera.
Mientras tanto, dentro de la caja, Pilar solo podía llorar y escuchar los ruegos de su madre:
«¡Qué Dios la proteja! ¡Qué Dios la proteja!»
Y la había protegido, pero a ellos, no. Cuando los bomberos removieron los escombros se habían sorprendido de ver cómo el baúl antiguo había resistido la montaña de vigas de maderas, adoquines y fierro que lo cubría y, más, de encontrar a una niña inconsciente acurrucada dentro de él.
«¡Es madera de la buena!», había exclamado un bombero de edad avanzada. Luego de golpear con la punta del pie el costado de este, había agregado: «Ya no los hacen así...»
Pilar se sorbió los mocos y se concentró en respirar como le había enseñado su terapeuta, como había aprendido en el grupo de ayuda.
«Ya no estas en la caja», se repitió. La habían rescatado, sus padres la habían salvado… ¡Debía luchar!