La cámara Kirlian

La cámara Kirlian

—A ver, ¿qué tienes?

Los ojos de Pedro, Mateo y Lucas estaban clavados en Juan. Cruzó miradas con sus tres amigos, dio una calada al cigarrillo, expulsó el humo y esbozó una sonrisa triunfal.

Full de reyes y treses —anunció.

Mateo tiró con fastidio sus cartas sobre la mesa.

—Me ganas —dijo.

—A mí también —suspiró Lucas con desgana.

—¡Joder, otro full! Menuda suerte tienes, cabronazo —gruñó Pedro.

Juan puso cara de suficiencia.

—No se trata de suerte —dijo—, sino de saber jugar.

—Cualquiera sabe jugar teniendo buenas cartas —replicó Pedro.

Mateo y Lucas rieron. Juan puso cara de ofendido y recogió las monedas que acaba de ganar. Pedro juntó las cartas, consultó la hora en su teléfono y, poniendo la baraja delante de Juan, le dijo:

—Te toca dar. Si te apuras todavía nos da tiempo de echar la última mano antes de que Suso cierre el bar.

La cafetería de Suso era la única en la ciudad que tenía una terraza interior en la que se podía fumar lejos de los viandantes. Era bien entrada la noche y no había nadie más en la cafetería excepto los cuatro amigos, un aficionado a las máquinas tragaperras y el dueño.

Juan cogió las cartas y comenzó a barajar sin ganas. Una carta se escapó de la baraja. Juan se agachó para intentar cogerla antes de que llegara al suelo, pero sólo consiguió rozarla con la punta de los dedos. La carta cayó al suelo. Juan se levantó, dio unos pasos y se agachó para cogerla, pero una mano delicada, con las unas pintadas de rojo, se le adelantó y cogió la carta.

Juan alzó la vista y vio a una mujer de cara aniñada y expresión traviesa. Llevaba puesto un vestido negro, ceñido de cintura para arriba y vaporoso a medida que caía sobre las piernas. A la altura de la rodilla derecha, la falda del vestido tenía una gran abertura lateral que dejaba al descubierto otra falda mucho más corta, de color granate. Llevaba un bolso colgado al hombro.

La mujer miró la carta y sonrió.

—La reina de corazones —dijo—. Qué casualidad, es mi carta favorita.

Juan se incorporó.

—Me parece muy bien, ¿me la devuelves? La necesitamos para jugar —dijo malhumorado.

 La mujer continuó manoseando la carta. Ignoró a Juan y se acercó a la mesa donde sus tres amigos esperaban sentados.

—¿A qué jugáis? —preguntó.

Mateo y Lucas cruzaron miradas de complicidad. Pedro se arrellanó contra el respaldo de su silla.

—Al juego de la galleta —dijo Lucas—, ¿te apuntas?

Mateo soltó una carcajada y Pedro puso cara de bochorno.

—Joder, Lucas, eres un cerdo —le reprendió Pedro. Luego, componiendo su mejor sonrisa, explicó a la mujer—: Al póquer. Si quieres puedes unirte a la partida.

—Hum… Eso depende, ¿qué estáis apostando?

—Dinero contante y sonante  —dijo Pedro—. Al fin y al cabo, es lo que hace girar el mundo, ¿no?

La mujer suspiró con aburrimiento.

—El mundo de los niños. Yo prefiero apostar cosas más... trascendentales.

—¿Cómo qué? —preguntó Mateo— ¿El pellejo o algo así?

Mateo y Lucas se rieron. Pedro puso los ojos en blanco.

—Sí, algo así —dijo la mujer—. Pero mejor que el pellejo, ¿por qué no apostamos lo que hay debajo?

—¿Y eso es? —preguntó Pedro.

—El alma.

Mateo y Lucas se miraron con falso interés. Pedro dejó escapar una sonrisa.

—Se trata de una broma, ¿no? —protestó Juan.

—Nunca bromearía con una cosa así —contestó la mujer.

Juan se sentó de nuevo a la mesa y dio un trago a su cerveza, molesto. Resopló y dijo:

—Mira, tía, déjate de tonterías y devuélveme la carta de una vez-

—¿Qué pasa? ¿Es que tienes miedo de perder tu alma? —hostigó Pedro a Juan.

—Sí, Juan, ¿tienes miedo? —se unió Mateo.

—Nada de eso —se defendió Juan—; simplemente me parece una gilipollez. Además, yo no tengo alma. Soy ateo.

—Pues mejor para ti. Así no tienes nada que perder —dijo la mujer.

—De todas formas es imposible que Juan tenga miedo de perder. Se cree que es un buen jugador —malmetió Lucas.

Los tres amigos se rieron y Juan guardó silencio, enfurruñado.

—Entonces, ¿os animáis? —insistió la mujer.

Lucas y Mateo miraron a Pedro, como esperando que él tomara la decisión.

—Puede ser interesante —se animó Pedro—. ¿Por qué no te sientas y nos explicas cómo es eso de apostar el alma?

La mujer cogió una silla y se sentó a la mesa.

—Es muy fácil —dijo. Se descolgó el bolso y lo puso sobre el regazo. Abriéndolo, añadió—: Simplemente tenemos que…

En ese momento Suso, el dueño de la cafetería, salió a la terraza.



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En el texto hay: poker, terror, suspense

Editado: 20.05.2021

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