Carles, el vigoroso e imponente dios de la victoria, contemplaba sus dominios desde su trono en lo alto de uno de sus palacios.
Desde su sitio, distinguía cada rincón de su amplio reino de reinos guerreros. Las fiestas en su honor no dejaban de agasajarlo con ofrendas tales como exuberantes banquetes, brindis con los licores más finos, cánticos bien entonados cuyas letras relataban sus más legendarias hazañas, y todo tipo de lujos y placeres que sus fieles súbditos podían ofrecerle en reconocimiento por su sagrado amparo y bendición.
Pero, aunque los más bellos seres que moraban sobre su imperio descansaban desnudos entre sus sábanas luego de una de muchas noches de inconmensurable pasión; una mañana sus fuliginosos ojos se posaron en una criatura que lo despojó de sus pensamientos de inmediato, arrancándolo de ellos. Y desde ese día no dejó de admirarla cada mañana.
Sus cabellos eran como si el color de las hojas caídas del otoño y la negrura de la noche se unieran en una larga cascada ondulada que cubría casi como un perfecto velo una blanquecina piel juvenil. La brisa del viento hacía que varios de sus mechones bailotearan hacia atrás, despejando su aniñado rostro que para nada parecía encajar con las cautivadoras curvas de su voluptuosa femineidad cubierta por la delgada tela blanca de su vestido. Sus ojos pardos eran la noche en la oscuridad y el amanecer al nacer la luz. Siempre la encontraba rodeada de sus hermanas por sus prados, mientras sus pies descalzos recorrían con suavidad la orilla rocosa del delgado río cuya corriente armonizaba aun más la aparición de aquella magnífica visión para el hipnotizado dios que la oía entonar su canto a la vida, contemplándola ser tan serena y fugaz, mujer y niña a la vez, tanto que hasta llegó a pensar…
<< Fascinante…. >>
Núria. Ese era su nombre. Aquella que no se distinguía de las demás por la agraciada hermosura de su externo, sino por esa que irradiaba de su ser con la melodía de su voz, cantando sus pensamientos al viento, quien parecía ser su único fiel confidente, capaz de comprender sus palabras más que su ritmo, pues el viento no bailaba exclusivamente al son del compás como lo hacían sus hermanas. La escuchaba, sintiendo sus palabras, su alegría, su dolor y su vida.
Pero el viento no era su único oyente por las mañanas, aunque sí fue el único a quien ella no alcanzaría a divisar jamás.
Su voz cesó su canto un momento, pues las doncellas, como todos los días, debían volver al techo de su madre; pero, antes de siquiera dar un solo paso, Carles decidió hacerse presente en la forma de un gallardo jinete de morena piel fornida, montado a un inmenso caballo albino.
Reconociéndolo al instante, las doncellas se petrificaron de sorpresa, incluso la propia Núria, quien lo observó desde la orilla con una mezcla ingenua de asombro y curiosidad.
Levantando cordialmente su mano para saludar a las damiselas, pero sin verlas al pasar debido a que su atención estaba por completo fija en la mujer que daba la espalda al río para verlo aproximarse radiante como el mismo sol. El blanquecino corcel se detuvo frente a ella, y el dios, que ya la había visto desde su palacio, pudo contemplarla por primera vez en la perfecta distancia en la que su corazón le confirmó aquella afición que de él nacía por ella; pero la joven, desconfiada de corazón, aunque observaba desde su baja estatura y en completo silencio la profunda expresión del apuesto hombre frente a ella no dejaba de preguntarse qué podría estar buscando.
Carles, entonces, bajó del corcel, colocándose frente a la muchacha y pidió que cantara en su honor. Pero, para sorpresa del dios y de las demás jóvenes, Núria se negó.
Mi deseo es complacer a los dioses, pero mis cantos nacen de mis vivencias más profundas y narran el mundo que conozco… No podría cantar más que aquellas hazañas que todos hablan sobre ti, no conozco la guerra y no poseo palabras para relatar una victoria en ella si jamás he estado en batalla ¿Cómo podría yo, entonces, ofrecerte un pensamiento sin saber quién eres más allá de lo que representas?
Anonadadas, las hermanas de la joven corrieron hacia ella y la apartaron del dios, disculpándose con su deidad por la insolencia de ésta, quien aún esperaba una respuesta por su parte. Pero, sin palabra alguna, Carles montó nuevamente su caballo, reflexivo y sin dejar de mirar el estoico y suspicaz rostro de la osada y cautivadora mujer que había osado a rechazarlo.
Acompáñame a mi palacio. Vivirás conmigo y te mostraré quién soy. Además, le aseguraré la victoria a tus hermanos en cada una de las guerras que combatan, tu familia no sufrirá más pérdidas.