La Canción del Bosque

Capítulo 1 | «Buena Estrella»

 

Capítulo 1: Buena Estrella

 

     —𝕿odas las noches tengo el mismo sueño. En ese sueño vuelo por el cielo; alargo el brazo y toco las nubes hasta que me recorre un cosquilleo por los dedos y se extiende por todo mi brazo. Entonces, rio. Hago piruetas en el aire, me dejo llevar por la brisa y las suaves corrientes de viento, y me guío gracias a la luz de las estrellas. La Luna Llena resplandece en mitad del firmamento y noto que estirando un brazo la puedo tocar. Por el día la luz del Sol no me hace daño, no ciega mis ojos ni irrita mi delicada piel. Sus rayos me bañan hasta tornarme dorada, me llenan de calor y vitalidad, y resplandezco allá arriba. Y tengo alas. Un par de enormes alas transparentes cubren mi espalda, se agitan y me impulsan para volar. ¡Son tan rápidas...! Más veloces que mi vista. Ahora que lo pienso, tienen cierto parecido a las alas de las libélulas, pero son más grandes.

La niña tomó una pausa para respirar y acto seguido retomó su monólogo.

—En el sueño no quería aterrizar. Sobrevolaba ciudades, bosques, océanos y hasta desiertos, pero nunca aterrizaba. Ni lo deseaba. En el cielo...; volando me sentía libre, e incluso poderosa. Me sentía... yo misma.

Zafiro apoyó la espalda contra la pared, rodeó sus piernas encogidas con los brazos y se meció de lado a lado en esa postura. Su última frase, pronunciada con melancolía, le había dado mucho que pensar pues no sabía cómo era sentirse una misma. Ni siquiera sabía si alguna vez se había sentido así de bien, como en su sueño. Habitualmente solía sentirse fuera de lugar, como pez fuera del agua. Y no era para menos; en la Corte desentonaba.

—¿Es normal soñar todas las noches lo mismo? —se cuestionó en voz alta.

El gato de pelaje cobrizo que tenía frente a ella la miró fijamente, examinándola con latente curiosidad con sus grandes orbes ambarinos.

—¡Deja de mirarme así, Pollo! No sé por qué te cuento mi vida, si siempre acabas burlándote de mí —replicó Zafiro, fingiendo molestia.

Pollo no era realmente su gato. Se lo había encontrado dos años atrás vagabundeando en las cocinas de Palacio cuando era apenas un cachorrito abandonado y escuálido, sucio y repleto de pulgas y garrapatas. La Jefa de Cocina estaba dispuesta a propinarle una buena tunda, pues no era la primera vez que se colaba en la cocina y robaba una pieza de carne o algún que otro pescado. Mas, en aquella ocasión, Zafiro lo encontró. Y tal vez ese encuentro fuera casualidad o destino, el caso es que la niña detuvo a la furibunda cocinera y se ofreció a cuidar, asear y alimentar al pequeño felino bajo su responsabilidad.

Desde aquel día una extraña amistad se había forjado entre ambos; una insólita conexión impulsada por horas de juegos, mimos, cuidados y atenciones, y... los monólogos de Zafiro. Sin embargo, Pollo era un buen oyente, y la niña estaba segura de que si su minino pudiese hablar, la aconsejaría como si de un buen amigo se tratase.

Zafiro suspiró, compungida. Siempre le dolía recordar que no tenía amigos. Solo contaba con Pollo, mas a veces deseaba tener un amigo humano de dos patas al cual contarle sus sueños e inquietudes y que le respondiera sin emitir un «miau». Alguien con quien poder compartir sus alegrías y sus penas, sus fantasías y sus problemas. Y es que a veces la vida en la Corte era tan monótona, rutinaria y aburrida...

Al menos era un alivio tener tan solo quince años y no ser la primogénita de la familia Diamond. Zafiro era demasiado holgazana y descuidada, y odiaba cualquier tipo de deber u obligación. Justo lo contrario que su preciada hermana mayor, la princesa Esmeralda. ¡Ella simplemente era perfecta! Parecía que los astros del cielo se hubiesen alineado en el firmamento y hubieran confabulado entre ellos y en su contra para dotar de suerte y de dicha a Esmeralda, mientras que la pequeña de la Familia Real debía soportar la mala suerte que le había sido conferida.

Había personas que nacían con buena estrella, y Esmeralda Diamond era una de ellas. La chica llevaba con radiante orgullo y dignidad el apellido de la familia, y sobre todo, ser la primogénita de su Casa Real; mas no era vanidosa, caprichosa ni egocéntrica. Más bien resultaba ser todo lo contrario: Esmeralda era una muchacha generosa, amable con todos, gentil, noble y optimista. Siempre lucía una brillante sonrisa y poseía las palabras necesarias para cualquier ocasión que se le presentase. Era firme y decidida, nunca dudaba. También era valiente, luchadora, disciplinada y tenaz, pues todo lo que se proponía lo conseguía. Además, Esmeralda era una gran atleta, ya que adoraba cabalgar y lo hacía de maravilla. También era talentosa, pues a pesar de las reticencias de sus padres, había aprendido a manejar la espada y disparar flechas. Siempre acertaba en medio de la diana.

Zafiro cerró los ojos y dejó escapar el aire de sus pulmones lentamente al recordar lo que ocurrió cuando intentó disparar su primera flecha: por poco mató al Jefe de los Establos. Esmeralda le aseguró que con la práctica se mejoraba, y con una radiante sonrisa la animó a continuar. Mas, por mucho que se esforzaba, Zafiro nunca conseguía siquiera alcanzar la diana, y tras infinitos intentos fallidos, corrió a cobijarse en su alcoba, azorada. Aquel día solo consiguió sentir vergüenza ante la mirada de desagrado del empleado real que por poco mata, por la fuerte reprimenda de sus progenitores y las burlas de las chismosas doncellas de la Corte. Ah, y también sufrió una insolación al estar todo el día sometida a los intensos rayos del Sol. Debía de recordar que su piel era extremadamente sensible ante la exposición de la estrella solar.




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