Aquella tarde, el cielo parecía derrumbarse sobre la tierra. La lluvia y el viento imponente reinaban ahí fuera.
Pero no importaba, no. Aquí dentro, estaba seguro en el calor de tu piel.
Recorrí con mis labios los tuyos; con mis manos, lancé las mejores caricias sobre tu torso desnudo, para terminar recorriendo con ellas tu cuerpo entero. Tan delicadamente, como si de una flor se tratase.
La prisa pasó a segundo plano, la pasión pasó a primero, el tiempo no importaba y, solamente, disfrutábamos el momento; seguramente, por haber llegado al fin el día anhelado.
Esos gemidos que susurrabas a mi oído denotaban el placer que te dominaba, porque, más que incesantes, iban en aumento con cada movimiento.
El deseo que tanto nos había consumido acabó por convertirse en un placer inexplicable que terminaría en múltiples orgasmos que descendían como caudal de río, manchando las sábanas como al pintar un lienzo. Provocando un sinfín de emociones dificultosas de expresar.
Más tarde, cuando nuestras energías cesaron, permanecía con la cabeza recostada sobre tus pechos, mientras con tus dedos trazabas garabatos en mi cabello.
Pero, en un abrir y cerrar de ojos, volví repentinamente a mi realidad. Me vi pasmado al ver que no estabas, al notar que nada de eso ocurrió jamás, al percatarme, que la ensoñación excesiva había hecho nuevamente de las suyas.
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Editado: 08.05.2025