Cuando las luces se apagan, no hay retorno. El silencio en esa oscuridad absoluta abre camino al bullicio de un incesante pensar. Ese que siempre está allí, pero decidimos abandonar incontables veces ante el calor de los brazos de la esperanza.
Y cuando aparece, entendemos finalmente la arrogancia en la magnificencia de su poder. Entendemos quienes somos y quién fingimos ser.
Nos volvemos vulnerables, temerosos y cobardes. Porque, en el fondo, sabemos que tiene razón, que no somos más que seres despreciables tratando de sobrevivir. Que adoramos la nostalgia de un pasado de agonía y nos abrazamos a ella, por la sencilla razón de pertenecer a un presente igual o incluso más repugnante. Que fingimos aprender de él y nos enfocamos en cometer los mismos errores una y otro vez. Esperando que, en una de esas, el resultado sea distinto.
Llevamos vidas sencillas, corrientes y vacías. Estudiamos, trabajamos, existimos. Y cuando cae la noche, volvemos a abrazarnos a la nostalgia, como si la hubiéramos extrañado el resto del día, como si quisiéramos que nunca nos deje.
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Editado: 17.06.2025