Cuando se habla de marginalidad, la imagen que suele surgir es la de aquellos que viven en los bordes de la sociedad, en las periferias de las ciudades, en los márgenes del sistema económico, educativo y social. Sin embargo, hay un error fundamental en esa visión: la cárcel no es la periferia de la sociedad, sino su centro más brutalmente expuesto. No es un espacio ajeno ni una anomalía dentro de la estructura social, sino una consecuencia lógica y planificada del orden en el que vivimos.
Durante siglos, las sociedades han construido instituciones de encierro como herramientas de control. La cárcel no nació para rehabilitar ni para corregir, sino para segregar a quienes el sistema decide marcar como indeseables. Es la continuidad de otras formas históricas de exclusión: los manicomios, los campos de concentración, las reservas indígenas, los guetos. No es un error en el sistema, sino uno de sus pilares fundamentales. Su existencia no se justifica en términos de justicia, sino de dominación.
Cuando se dice que alguien está "al margen" por estar en prisión, se encubre el verdadero funcionamiento de esta maquinaria. El preso no es un desviado de la norma, sino el producto de un sistema que selecciona a sus víctimas. No todos los que cometen delitos terminan encarcelados; solo aquellos que cumplen con ciertos criterios: pobreza, racialización, falta de conexiones políticas. La cárcel no es un destino azaroso, sino un mecanismo de clase y de poder.
El discurso oficial habla de las cárceles como lugares de readaptación, de reinserción. Pero,
¿reinserción a qué? ¿A un mundo que ya los había expulsado antes del encierro? La gran mayoría de quienes ingresan a una prisión ya estaban previamente excluidos del acceso a derechos básicos como salud, educación, vivienda y empleo. No es la cárcel lo que los marginaliza, sino el sistema que los empuja allí. La cárcel no los saca de la sociedad; simplemente confirma su exclusión dentro de ella.
Pero hay otro aspecto que no se dice con claridad: la cárcel no solo castiga a los presos, sino que estructura el miedo colectivo. Es el recordatorio permanente de lo que les espera a quienes osen desafiar el orden establecido. Es la amenaza de lo que puede suceder si uno se desvía de los caminos impuestos. Su función no es solo punitiva, sino disciplinaria. Forma parte del entramado del poder que define qué vidas valen y cuáles pueden ser descartadas.
Este libro no pretende hacer una defensa ingenua de quienes están tras las rejas, sino desnudar las hipocresías de un sistema que se disfraza de justicia mientras perpetúa desigualdades y violencias. La cárcel no es un error a corregir dentro del capitalismo y el Estado, sino una consecuencia necesaria para su funcionamiento.
Por eso, insisto: la cárcel no es la periferia. Es el reflejo más nítido de la sociedad en la que vivimos. Y mientras no entendamos esto, seguiremos creyendo en la falsa narrativa de que la prisión es un castigo excepcional para quienes se desvían de la norma, cuando en realidad es el engranaje que mantiene el orden del privilegio.
Este libro es un llamado a desmontar esa mentira. A mirar la cárcel de frente, a entender sus causas y a cuestionar su existencia. No se trata de reformar el encierro, sino de imaginar un mundo sin él.
Editado: 03.09.2025